SEGUNDO AÑO GRUPAL,Cuentos de Elsa bornemann LOS MUYINS1
En
la época en que Kenzo Kobayashi vivía en Tokyo y era un muchachito acaso
de tu misma edad, no existía la luz eléctrica. Ni calles, ni caminos, ni
carreteras estaban iluminados como hoy en día.
Por
eso, a partir del anochecer, quienes salían fuera de las casas debían hacerlo
provistos de sus propias linternas. Era así como bellos faroles de papel podían
verse aquí o allá, encendiendo la negrura con sus frágiles lucecitas. Y como
decían que la negrura era especialmente negra en las lomas de Akasaka —cerca
de donde vivía Kenzo— y que se oían por allí —durante las noches— los más
extraños quejidos, nadie se animaba a atravesarlas si no era bajo la serena
protección del sol.
De
un lado de las lomas había un antiguo canal, ancho y de aguas profundas y a
partir de cuyas orillas se elevaban unas barrancas de espesa vegetación. Del
otro lado de las lomas, se alzaban los imponentes paredones de uno de los
palacios imperiales.
Toda la zona era muy solitaria no bien
comenzaba a despegarse la noche desde los cielos. Cualquiera que —por algún
motivo— se veía sorprendido cerca de las lomas al oscurecer, era capaz
—entonces— de hacer un extenso rodeo, de caminar de más, para desviarse de
ellas y no tener que cruzarlas.
Kenzo
era una criatura muy imaginativa. Lo volvían loco los cuentos de hadas y
cuanta historia extraordinaria solía narrarle su abuela.
Por
eso, cuando ella le reveló la verdadera causa debido a la cual nadie se atrevía
a atravesar las lomas durante la noche, Kenzo ya no pensó en otra cosa que en
armarse de valor y hacerlo él mismo algún día.
—Los
muyins. Por allá andan los muyins entre las sombras —le había contado su
abuela, al considerar que su nieto ya era lo suficientemente grandecito como
para enterarse de los misterios de su tierra natal—. Son animales fantásticos.
De la montaña. Bajan para sembrar el espanto entre los hombres. Les encanta
burlarse mediante el terror. Aunque son capaces de tomar apariencias humanas,
no hay que dejarse ensañar, Kenzo; las lomas están plagadas de muyins. A los
pocos desdichados que se les aparecieron, casi no viven —después— para contarlo,
debido al susto. Que nunca se te ocurra cruzar esa zona de noche, Kenzo; te lo
prohibo, ¿entendiste?
La
curiosidad por conocer a los muyins crecía en el chico a medida que su madre
iba marcando una rayita más sobre su cabeza y contra una columna de madera de
la casa, como solía hacerlo para medir su altura dos o tres veces por año.
Una
tarde, Kenzo decidió que ya había crecido lo suficiente como para visitar las
lomas que tanto lo intrigaban. (En secreto —claro— no iban a darle permiso para
exponerse a semejantes riesgos.)
Los muyins... Podría decirse que Kenzo
estaba obsesionado por verlos, a pesar de que le daba miedo —y mucho— que se
cumpliera su deseo. Y con esa sensación doble partió aquella tarde rumbo a las
famosas lomas de Akasaka, con el propósito de recorrerlas sin otra compañía
que la de su propia linterna.
Obviamente,
a su mamá le mintió y así consiguió que lo dejara salir solo: —Encontré al tío
Kentaro en el mercado; me pidió que lo ayude a trenzar bambúes. También se lo
pidió a los primos Endo. Está atrasado con el trabajo y dice que así podrá
terminarlo para mañana, como prometió. Me voy a quedar a dormir en su casa,
madre.
El
tío Kentaro vivía en las inmediaciones del antiguo canal, por lo que la mamá de
Kenzo no dudó en permitirle que pasara la noche allá.
—Ni
sueñes con volver hoy. Mañana, cuando el sol ya esté bien alto, ¿eh?
En
aquella época, tampoco existían los teléfonos, de modo que la mentira de Kenzo
tenía pocas probabilidades de ser descubierta. Además, no era un muchacho
mentiroso: ¿por qué dudar de sus palabras?
Apenas comenzaba a esconderse el sol
cuando Kenzo arribó a las lomas. Debió aguardar un buen rato para encender su
linterna. Pero cuando la encendió, ya se encontraba en la mitad de aquella zona
y de la oscuridad.
Se
desplazaba muy lentamente, un poco debido al temor de ser sorprendido por
algún muyin y otro poco, a causa de que la lucecita de su linterna apenas si le
permitía ver a un metro de distancia.
De
pronto, se sobresaltó. Unas pisadas ligeras, unos pasitos suaves parecían haber
empezado a seguirlo.
Kenzo
se volvió varias veces, pero no bien se daba vuelta los pasos cesaban. Y él no
alcanzaba a descubrir nada ni a nadie. Era como si alguien se ocultara en el
mismo instante en que el muchacho intentaba tomarlo desprevenido con su luz portátil.
Sí,
era indudable que alguien se escondía entre los arbustos. Y que desde los
arbustos podía observarlo claramente a él: el simpático rostro de Kenzo se
destacaba entre aquella negrura, cálidamente iluminado por la linterna.
Durante
dos o tres fines de semana más, este episodio se repitió tal cual. Kenzo
continuaba con las mentiras a su madre para poder volver a las lomas. ¿Sería un
muyin esa silenciosa y perturbadora presencia que lo seguía y lo espiaba? Y si
era así, ¿por qué se mantenía oculto?, ¿por qué no lo atacaba de una buena vez,
apareciéndosele —de golpe— para darle un susto mortal, como decían que a esos
seres les divertía hacer?
Al
fin, una noche, Kenzo iluminó una pequeña silueta femenina que se mantenía
agachada junto al canal. La veía de espaldas a él. Estaba sola allí y sollozaba
con infinita tristeza. Parecía la voz de un pájaro desamparado.
Con
desconcierto pero igualmente conmovido, el muchacho prosiguió con su inesperada
inspección, mientras ella aparentaba no tomar en cuenta su proximidad:
continuaba de rodillas junto a la orilla del canal, gimiendo.
Era
una niña de la edad de Kenzo. Estaba vestida con sumo refinamiento. También su
peinado era el típico de las jovencitas de muy acomodada familia.
La
confusión de Kenzo se iba convirtiendo en gigante: ¿Qué hacía esa mujercita
allí, sola, nada menos que en aquella zona y a esas horas de la noche?
De
pronto, se animó y caminó hacia ella. Si una nena era capaz de internarse en
las lomas, con más razón él, ¿no?
El
muchacho le habló, entonces, pero ella tampoco se dio vuelta.
Ahora
ocultaba su carita entre los pliegues de una de las mangas de su precioso
kimono y su llanto había crecido. ¿Un pichón de hada perdido a la intemperie,
tal vez?
Kenzo
le rozó apenas un hombro, muy suavemente.
—Pequeña
dama —le dijo entonces—. No llore, así, por favor, ¿Qué le pasa? ¡Quiero
ayudarla! ¡Cuénteme qué le sucede!
Ella
seguía gimiendo y tapándose el rostro.
—Distinguida
señorita, le suplico que me conteste.
Aunque
proveniente de una modesta familia campesina, la educación de Kenzo no había dependido
de la mayor o menor riqueza que poseyeran sus padres sino de que ellos
valoraban —por sobre todo— la educación de sus hijos. Por eso, él podía
expresarse con modales gentiles y palabras elegidas para acariciar los oídos de
cualquier damita. Insistió, entonces:
—Le
repito, honorable señorita, permita que le ofrezca mi ayuda. No llore más, se
lo ruego. O —al menos— dígame por qué llora así.
La
niña se dio vuelta muy lentamente, aunque mantenía su carita tapada por la
manga del kimono.
Kenzo
la alumbró de lleno con su linterna y fue en ese momento que ella dejó deslizar
la manga apenas, apenitas.
El
muchacho contempló entonces una frente perfecta, amplia, hermosa.
Pero
la niña lloraba, seguía llorando.
Ahora,
su voz sonaba más que nunca como la de un pájaro desamparado.
Kenzo
reiteró su ruego; su corazón comenzaba a sentirse intensamente atraído por esa
voz, por esa personita. Una sensación rara que jamás había experimentado antes
lo invadía.
—Cuénteme
qué le sucede, por favor...
Salvo
la frente —que mantenía descubierta— ella seguía ocultándose cuando —por fin—
le dijo:
—Oh...
Lamento no poder contarte nada... Hice una promesa de guardar silencio acerca
de lo que me pasa... Pero lo que sí puedo decirte es que fui yo quien te ha
estado siguiendo durante estos días. No me animaba a hablarte, pero ahora
siento que podemos ser amigos... ¿No es cierto?
Kenzo
le tocó apenitas el pelo: pura seda.
En
ese instante fue cuando ella dejó caer la manga por completo y el chico
—horrorizado— vio que su rostro carecía de cejas, que no tenía pestañas ni
ojos, que le faltaban la nariz, la boca, el mentón... Cara lisa. Completamente
lisa. Y desde esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos chillidos
burlones y —enseguida— una carcajada que parecía que no iba a tener fin.
Kenzo
dio un grito y salió corriendo entre la negrura que volvía a empaquetarlo todo.
Su
linterna, rota y apagada, quedó tirada junto al canal.
Y
Kenzo, corrió, corrió, corrió. Espantado. Y corrió y corrió, mientras aquella
carcajada seguía resonando en el silencio.
Frente
a él y su carrera, solamente ese túnel de la oscuridad que el chico imaginaba
sin fondo, como su miedo.
De
repente —y cuando ya lo perdían las fuerzas— vio las luces de varias linternas
a lo lejos, casi donde las lomas se fundían con los murallones del castillo
imperial.
Desesperado,
se dirigió hacia allí en busca de auxilio. Cayó de bruces cerca de lo que
parecía un campamento de vendedores ambulantes, echados a un costado del
camino.
Todos
estaban de espaldas cuando Kenzo llegó. Parecían dormitar, sentados de caras
hacia el castillo.
—¡Socorro!
¡Socorro! —exclamó el muchacho—. ¡Oh! ¡Oh! —y no podía decir más.
—¿Qué
te pasa? —le preguntó, bruscamente— el que —visto por detrás— parecía el más
viejo del grupo. Los demás, permanecían en silencio.
—¡Oh!
¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!... —Kenzo no lograba explicar lo que le había
sucedido, tan asustado como estaba.
—¿Te
hirió alguien?
—No...
No... Pero... ¡Oh!
—¿Te
asaltaron, tal vez?
—No...
Oh, no...
—Entonces,
sólo te asustaron, ¿eh? —le preguntó nuevamente con aspereza— ése que parecía
el más viejo del grupo.
—Es
que... ¡Suerte encontrarlos a ustedes! ¡Oh! ¡Qué espanto! Encontré una niña
junto al canal y ella era... ella me mostró... Ah, no; nunca podré
contar lo que ella me mostró... Me congela el alma de sólo recordarlo... Si
usted supiera...
Entonces,
como si todos los integrantes de aquel grupo se hubieran puesto de acuerdo a
una orden no dada, todos se dieron vuelta y miraron a Kenzo, con sus rostros
iluminados desde los mentones con las luces de las linternas. El viejo se reía
a carcajadas, estremecedoras como las de aquella niña, mientras le decía:
—¿Era
algo como esto lo que ella te mostró?
Las
carcajadas de los demás acompañaron la pregunta.
Kenzo
vio entonces —aterrorizado— diez o doce caras tan lisas como las de la niña del
canal. Durante apenas un instante las vio porque —de inmediato—todas las
linternas se apagaron y el coro —como de pajarracos— cesó y el muchacho quedó
solo, prisionero de la oscuridad y del silencio, hasta que el sol del amanecer
lo devolvió a la vida y a su casa.
Los
muyins jamás volvieron a recibir su visita.
Textos
recopilados del libro ¡Socorro! de
Elsa Bornemann
LA DEL ONCE "JOTA”
Cuesta
creer que una abuela no ame a sus nietos pero existió la viuda de R., mujer
perversa, bruja siglo veinte que sólo se alegraba cuando hacía daño. La viuda
de R. nunca había querido a ninguno de los tres hijos de su única hija. Y
mucho menos los quiso cuando a los pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir
con ella, después del accidente que los dejó huérfanos y sin ningún otro
pariente en océanos a la redonda.
Durante
los años que vivieron con ella, la viuda de R. trató a los chicos como si no lo
hubieran sido. ¡Ah... si los había mortificado! Castigos y humillaciones a
granel. Sobre todo, a Lilibeth —la más pequeña de los hermanos— acaso porque
era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a quien la viuda de R.
tampoco había querido —por supuesto— porque por algo era perversa, ¿no?
Luis
y Leandro no lo habían pasado mejor con su abuela pero —al menos— sus caritas
los habían salvado de padecer una que otra crueldad: no se parecían a la de
Lilibeth y —por lo tanto— a la vieja no se le habían transformado en odiados
retratos de carne y huesos.
El caso fue que tanto sufrimiento
soportaron los tres hermanos por culpa de la abuela que —no bien crecieron y
pudieron trabajar— alquilaron un departamento chiquito y allí se fueron a vivir
juntos.
Pasaron
algunos años más.
Luis
y Leandro se casaron y así fue como Lilibeth se quedó sólita en aquel 11
"J", contrafrente, dos ambientes, teléfono, cocina y baño completos,
más balconcito a pulmón de manzana.
Lili
era vendedora en una tienda y —a partir del atardecer— estudiaba en una
escuela nocturna.
Un
viernes a la medianoche —no bien acababa de caer rendida en su cama— se
despertó sobresaltada. Una pesadilla que no lograba recordar, acaso. Lo
cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le aspiraba las fuerzas, el
aire, la vida.
Esa
sensación le duró alrededor de cinco minutos inacabables.
Cuando concluyó, Lilibeth oyó
—fugazmente— la voz de la abuela. Y la voz aullaba desde lejos—.
—Liiilibeeeth...
Pronto nos veremos... Liiilibeeeth...
Liiiiiii... Liiiii...
Ag.
La
jovencita encendió el velador, la radio y abandonó el lecho, indudablemente,
una ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien, después de esos
momentos de angustia.
Y
así fue.
Pero
a la mañana siguiente— lo que ella había supuesto una pesadilla más
comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las
voces de Luis y Leandro —a través del teléfono— le anunciaron:
—Esta
madrugada falleció la abuela... Nos avisó el encargado de su edificio... sí...
te entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro... alguien tiene que
hacerse cargo de... Quedáte tranquila, nena... Después te vamos a ver... Sí...
Bien... Besos, querida.
Luis
y Leandro visitaron el 11 "J" la noche del domingo. Lilibeth los
aguardaba ansiosa.
Si
bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de la malvada abuela,
una emoción rara —mezcla de pena e inquietud a la par— unía a los hermanos con
la misma potencia del amor que se profesaban.
—Si
estás de acuerdo, nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender los muebles y
las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos que no te vendrían mal algunos artefactos.
Esta semana te los vamos a traer. La abuela se había comprado tv-color,
licuadora, heladera, lustradora y lavarropas ultra modernos, ¿qué te parece?
Lilibeth los escuchaba como atontada. Y como atontada recibió —el sábado
siguiente— los cinco aparatos domésticos que habían pertenecido a la viuda de
R., que en paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra, Lili
acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo podía darse cuenta?... ¿quién
hubiera sido capaz de darse cuenta?)
Más
de dos meses transcurrieron en los almanaques hasta que la jovencita se
decidió a usar esos artefactos que se promocionaban en múltiples propagandas,
tan novedosos y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión que
le causaban al recordarle a la desamorada abuela y —finalmente— empezó con la
licuadora. Aquella mañana de domingo, tanto Lilibeth como su gato se hartaron
de bananas con leche.
A
partir de entonces comenzó a usar —también— la lustradora... enchufó la lujosa
heladera con freezer... hizo instalar el televisor con control remoto y puso en
marcha el enorme lavarropas. Este aparato era verdaderamente enorme: la chica
tuvo que acumular varios kilos de ropa sucia para poder utilizarlo. ¿Para qué
habría comprado la abuela semejante armatoste, solitaria como habitaba su casa?
A
lo largo de algunos días, Lilibeth se fue acostumbrando a manejar todos los
electrodomésticos heredados, tal como si hubieran sido suyos desde siempre. El
que más le atraía el televisor color, claro. Apenas regresaba al
departamento —después de su jornada de trabajo y estudio— lo encendía y miraba
programas de trasnoche. Habitualmente, se quedaba dormida sin ver los finales.
Era entonces el molesto zumbido de las horas sin transmisión el que hacía las
veces de despertador a destiempo. En más de una ocasión, Lili se despertaba
antes del amanecer a causa del "schschsch" que emitía el televisor,
encendido al divino botón.
Una
de esas veces —cerca de la madrugada de un sábado como otros— la jovencita
tanteó el cubrecama —medio dormida— tratando de ubicar la cajita del control
remoto que le permitía apagar la televisión sin tener que levantarse.
Al no encontrarlo, se despabiló a
medias. La luz platinosa que proyectaba el aparato más su chirriante sonido
terminaron por despertarla totalmente. Entonces la vio y un estremecimiento le
recorrió el cuerpo: la imagen del rostro de la abuela le sonreía —sin sus
dientes— desde la pantalla. Aparecía y desaparecía en una serie de flashes que
se apagaron —de pronto tal como el televisor, sin que Lilibeth hubiera
—siquiera— rozado el control remoto. A partir de aquel sábado, el espanto se
instaló en el 11 "J" como un huésped favorito.
La
pobre chica no se animaba a contarle a nadie lo que le estaba ocurriendo.
—¿Me
estaré volviendo loca? —se preguntaba, aterrorizada. Le costaba convencerse de
que todos y cada uno de los sucesos que le tocaba padecer estaban formando
parte de su realidad cotidiana.
Para
aliviar un poquito su callado pánico, Lilibeth decidió anotar en un cuaderno
esos hechos que solamente ella conocía, tal como se habían desarrollado desde
un principio.
Y
anotó —entonces— entre muchas otras cosas que...
"La
lustradora no me obedece; es inútil que intente guiarla sobre los pisos en la
dirección que deseo... (...) El aparato pone en acción "sus propios
planes", moviéndose hacia donde se le antoja... (...) Antes de ayer, la
licuadora se puso en marcha "por su cuenta", mientras que yo colocaba
en el vaso unos trozos de zanahoria. Resultado: dos dedos heridos. (...) La
heladera me depara horrendas sorpresas (...) Encuentro largos pelos canosos
enrollados en los alimentos, aunque lo peor fue abrir el freezer y hallar una
dentadura postiza. La arrojé por el incinerador... (...) La desdentada imagen
de la abuela continúa apareciendo y desapareciendo —de pronto— en la pantalla
del televisor durante las funciones de trasnoche... (...) Mi gato Zambri parece
percibir todo (...) se desplaza por el departamento casi siempre erizado (...)
Fija su mirada redondita aquí y allá, como si lograra ver algo que yo no. (...)
El único artefacto que funciona normalmente es el lavarropas... (...) Voy a
deshacerme de todos los demás malditos aparatos, a venderlos, a regalarlos
mañana mismo... (...) Durante esta siesta dominguera, mientras me dispongo a
lavar una montaña de ropa..." (AQUÍ CONCLUYEN LAS ANOTACIONES DE LILIBETH.
ABRUPTAMENTE, y UN TRAZO DE
BOLÍGRAFO AZUL SALE COMO UNA SERPENTINA DESDE EL FINAL DE ESA "A"
HASTA LLEGAR AL EXTREMO INFERIOR DE LA HOJA.)
Tras un día y medio sin noticias de
Lili, los hermanos se preocuparon mucho y se dirigieron a su departamento.
Era
el mediodía del martes siguiente a esa "siesta dominguera".
Apenas
arribados, Luis y Leandro se sobresaltaron: algunas vecinas cuchicheaban en el
corredor general, otra golpeaba a la puerta del 11 "J", mientras que
el portero pasaba el trapo de piso una y otra vez.
—No
sabemos qué está pasando adentro. La señorita no atiende el teléfono, no
responde al timbre ni a los gritos de llamado... Desde ayer que...
Agua
jabonosa seguía fluyendo por debajo de la puerta hacia el corredor general,
como un río casero.
Dieron
parte a la policía. Forzaron la puerta, que estaba bien cerrada desde adentro y
con su correspondiente traba. Luis y Leandro llamaron a Lili con
desesperación. La buscaron con desesperación. Y —con desesperación—
comprobaron que la muchacha no estaba allí.
El
televisor en funcionamiento —pero extrañamente sin transmisión a pesar de la
hora— enervaba con su zumbido.
En
la cocina, "la montaña" de ropa sucia junto al lavarropas, en marcha
y con la tapa levantada.
Medio
enroscado a la paleta del tambor giratorio y medio colgando hacia afuera, un
camisón de Lilibeth; única prenda que encontraron allí, además de una pantufla
casi deshecha en el fondo del tambor.
El
agua jabonosa seguía derramándose y empapando los pisos.
Más tarde, Luis ubicó a Zambri, detrás
de un cajón de soda y semioculto por una pila de diarios viejos. El animal estaba
como petrificado y con la mirada fija en un invisible punto de horror del que
nadie logró despegarlo todavía. (Se lo llevó Leandro.)
El
gato, único testigo.
Pero
los gatos no hablan. Y a la policía, las anotaciones del cuaderno de Lilibeth
le parecieron las memorias de una loca que "vaya a saberse cómo se las
ingenió para desaparecer sin dejar rastros"... "una loca suelta
más"... "La loca del 11 Jota"... como la apodaron sus vecinos,
cuando la revista para la que yo trabajo me envió a hacer esta nota.
consignas
Hagan una
atenta lectura individual del cuento, y luego una grupal. Luego, respondan a
las siguientes consignas:
1- Responda las siguientes preguntas para comprender mejor
el texto
¿En qué tiempo y lugar ocurre la historia? ¿Cómo se dio cuenta?
¿Quién es el o los personajes principales? ¿Y los
secundarios?
¿Qué tipo de fenómeno inexplicable o fantástico ocurre en la
historia?
¿Cuál es el punto de máximo suspenso (clímax) al que llega
el cuento?
2- Haga un resumen de 10 a 15 renglones contando lo ocurrido
en el cuento.
3-Busque tres ejemplos que indiquen claramente qué tipo de
narrador (primera o tercera persona) se ajusta mejor al narrador su cuento.
4-Tome un párrafo del cuento y realice el cambio de
narrador. Trate de que el párrafo elegido no sea demasiado breve.
5- Copie una lista de 20 adjetivos y clasifíquelos.
6- En estos cuentos hay elementos realistas y elementos
maravillosos. Indique cuáles son estos elementos, teniendo en cuenta las
características de cuento realista y cuento maravilloso.
7- Escriba 5 oraciones basándose en los hechos del cuento, y
analícelas sintácticamente. Recuerde que estas oraciones deben incluir todos
los elementos (modificadores del sujeto, predicado, sujeto tácito, etc.)
8- Modifique el final de la historia. El final inventado no
puede tener menos de 10 renglones.
9- En todos estos cuentos hay un personaje irreal o
fantástico (fantasmas, robots, zombies, criaturas legendarias). Teniendo en
cuenta lo leído, haga una descripción escrita de este personaje que contenga
elementos psicológicos y elementos físicos.
10- Realice un dibujo de este personaje fantástico.
11- ¿Alguno de ustedes presenció una experiencia
sobrenatural? Si la tuvo, nárrela. Si no la tuvo, invente una. La extensión no
puede ser menor a 10 renglones.
12- Busque una pequeña biografía de la autora de estos
cuentos: Elsa Bornemann.
13- El punto final de este trabajo es oral: el día de la
presentación de los trabajos prácticos, un miembro de cada grupo deberá contar
al resto de la clase, brevemente, cómo fue la experiencia de trabajar en grupo,
qué punto les costó más realizar, cuáles fueron los puntos que les resultaron
más entretenidos, etc.
Los cuentos
maravillosos tienen
características que se repiten en mayor o menor medida:
* Existe un elemento mágico
que le da un poder al protagonista (una capa, un sombrero, bebidas mágicas,
etc).
* Las historias no se desarrollan en un tiempo y
espacio determinados. Por ejemplo: "Había una vez, en un lejano
país..."
* No se
respetan las leyes de la naturaleza. Por ejemplo: animales que hablan;
hombres invisibles; etc.
* Se
exageran las características de las personas (muy buenos, muy malos
, muy avaros, muy valientes, muy hermosos, muy feos, etc.). También hay
personajes que encarnan a la Muerte, a Dios o al Diablo.
* La
apertura y el cierre del cuento son más o menos con las mismas frases:
"Había una vez...", "Erase una vez...", "...Y vivieron
felices para siempre.", "Colorín colorado...", etc.
* Hay repeticiones
de números como cábalas. Por ejemplo: tiene que superar tres pruebas, se
piden tres deseos, debe resolver siete enigmas, etc.
* Existen seres
maravillosos (brujas, gnomos, hadas, ogros, etc.) que viven e interactúan
con los humanos.
* Hay
marcados contrastes entre los personajes: bueno/malo, viejo/joven,
hombre/monstruo, etc.
* La acción
se concentra en el personaje principal que no hace cosas inesperadas
sino que actúa siempre de la manera correcta.
* Siempre
hay prohibiciones que el héroe debe recordar para lograr su objetivo.