PARA TERCER AÑO SAN BLAS
El
ruido de un trueno Ray Bradbury
El anuncio en la
pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió
que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO
S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO
LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le
formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los
músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente
la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre
del escritorio.
-¿Este safari
garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada
-dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor
Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué
momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil
dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el
otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas
de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de
una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los
calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una
mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí
mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y
cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los
viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán
negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla,
huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los
cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán
al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas
chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte,
la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo.
Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y
condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-.
Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si
la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los
resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre
detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos
la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano,
antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no
enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492.
Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos
modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la
frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus
rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este
permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció,
enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No
queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado
murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted
la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos
sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante
cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró
el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo
el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón
silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal
plateado y la luz rugiente.
Primero un día y
luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego
día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019,
¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La
Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron
los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con
el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio
que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina.
Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores,
Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles
pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el
sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen
dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a
éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a
los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El
tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez
millones de lunas.
-Dios santo -dijo
Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado
de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en
el cielo.
La niebla que había
envuelto la Máquina
se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en
verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en
las rodillas.
-Cristo no ha nacido
aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las
pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio
César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres
asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor
Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes
del presidente Keith.
Mostró un sendero de
metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre
palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el
Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez
centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es
de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque
usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No
se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no
tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó
Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el
viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y
flores de color de sangre.
-No queremos cambiar
el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que
estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias.
Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un
animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un
eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy
claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó
Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa
destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las
familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted
primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles
ratones!
-Bueno, ¿y eso qué?
-inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó
suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para
sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros,
un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos,
buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la
destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años
más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el
mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo,
ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un
ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las
cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda
una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así
hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted
una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los
nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto,
y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo,
hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de
otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre
las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo
crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las
pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La
reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un
país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca
pise afuera!
-Ya veo -dijo
Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al
aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un
pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar
proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté
equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda
cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un
desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más
tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y,
finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo
mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en
el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy
cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros.
Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con
seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo
o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina,
este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como
usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no
introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué
animales podemos matar?
-Están marcados con
pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a
Lesperance con la
Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos
animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo
Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían
mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve.
Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se
ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el
segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado.
No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no
nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De
este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse.
¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes
vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con
nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos...
vivos?
Travis y Lesperance
se miraron.
-Eso hubiese sido una
paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un
hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el
tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió
usted ese salto de la Máquina,
poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que
volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue
un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor
Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió
débilmente.
-Dejemos esto -dijo
Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era
alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para
siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire:
los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos
gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el
equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo
Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el
arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro
Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su
reloj de pulsera.
-Adelante. Nos
cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por
Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en
el Sendero!
Se adelantaron en el
viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró
Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de
elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún.
Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni
fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro,
todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego,
Kramer.
-He cazado tigres,
jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -.
Tiemblo como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante
-susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y
llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si
alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un
trueno.
De la niebla, a cien
metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró
Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes
trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de
la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras
de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón,
quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos,
encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de
un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y
de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con
manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el
cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de
piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca
entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las
órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en
una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles
y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince
centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de
baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró
fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el
aire.
-¡Dios mío! -Eckels
torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis
sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible
matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese
indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma
en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto
es imposible.
-¡Cállese! -siseó
Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta
-ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad
del dinero.
-No imaginé que sería
tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura
roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno
se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas,
embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que
todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se
moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí
-pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve
buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he
encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo
Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía
aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de
desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos
pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al
advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En
cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la
boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y
sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar
atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le
colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los
pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió
solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon
otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola
del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y
ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar
a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre
los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la
altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas
contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de
piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un
trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el
Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el
suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El
monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de
serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En
alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas
empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y
resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en
silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se
sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo
aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara
abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al
Sendero y había subido a la
Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó
unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros,
sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre
de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior
uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de
las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un
último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba
para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora
de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra
herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio,
cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá
arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia
muerta como algo final.
-Ahí está- Lesperance
miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente
debía caer y matar al animal.
Miró a los dos
cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un
trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto
originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan
vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el
cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres
trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del
Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron
otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros
reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso
de la Máquina
del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al
fin.
-¡Levántese! -gritó
Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese
sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos
aquí!
Lesperance tomó a
Travis por el brazo. -Espera...
-¡No te metas en
esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata.
Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero.
¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de
miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh,
condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la
licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó
un poco de barro.
-¿Cómo podemos
saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de
aquí, Eckels!
Eckels buscó en su
chaqueta.
-Pagaré cualquier
cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado
la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El
monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y
vuelva.
-¡Eso no tiene
sentido!
-El monstruo está
muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No
pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva
otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se
volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de
pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando
los pies.
Regresó temblando
cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos.
Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó
allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué
obligarlo a eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado
pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima
vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el
pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las
caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había
incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez
minutos.
-No me mire -gritó
Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede
decirlo?
-Salí del sendero,
eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que
me arrodille y rece?
-Quizá lo
necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he
hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como
lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado
detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del
mismo escritorio.
Travis miró alrededor
con rapidez.
-¿Todo bien aquí?
-estalló.
-Muy bien.
¡Bienvenidos!
Travis no se sintió
tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la
luz del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels,
puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído?
-dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire,
y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el
débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los
colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del
cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se
estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con
todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno
de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un
grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de
este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo
escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo
era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los
muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más
inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que
había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el
anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO.
S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO
LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que
caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un
trozo, temblando.
-No, no puede ser.
Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro,
brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy
muerta.
-¡No algo tan
pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una
cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios,
derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y
luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La
mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas.
Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro
helado. Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién
ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del
mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo
sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith.
Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial
calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de
rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se
preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos
llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de
nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los
ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis
preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
Guía para El ruido de un trueno.
1. ¿Cuál es el vehículo en el que viajan los
personajes y cuál el destino? 2. ¿Quién organiza el viaje y qué funciones tiene
la organización? 3. ¿Qué tecnología y qué conocimiento científico o geológico
supone el cuento? 4. ¿Quién es el presidente elegido al principio del texto y
quién al regresar del viaje? ¿Qué características tiene cada uno? 5. Señalar
sobre el texto el pasaje que muestra la posibilidad de invertir el tiempo.
Enumerar tres imágenes que el autor utiliza para describirla. 6. ¿Cómo explica
el texto la teoría científico-filosófica de la que parte? 7. ¿Qué advertencia
se le hace al pasajero y so pena de qué? ¿Por qué motivo? 8. ¿Qué grado de
conocimiento certero tienen los organizadores de los efectos ocasionados por
sus intervenciones? 9. ¿Qué evita la inoculación de bacterias modernas en el
mundo prehistórico? 10. ¿Por qué a pesar de todo, está permitido matar
dinosaurios? ¿Por qué se los elige y cómo los identifican los cazadores? 11.
¿Qué sucede según el texto cuando uno se cruza consigo mismo en el viaje
temporal? 12. ¿Qué le sucede a Eckels al ver al Tyranosaurius Rex? 13. ¿Qué
regresa a buscar Eckels antes de volver? 14. ¿Qué descubre Eckels pegado a su
zapato? 15. ¿Cuáles son los cambios ocurridos en el presente del 2055, al
volver? 16. ¿Qué imagen utiliza el autor para referir la cadena de
consecuencias que la muerte de la mariposa ocasiona? 17.¿Qué conocimientos
científicos supone el texto? 18. ¿Cómo se denomina la teoría
filosófico-científica de la que parte el cuento?¿Qué propone exactamente? 19.
Explicar qué significa la expresión "El efecto mariposa" y de dónde
proviene
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