SEGUNDO AÑO SAN BLAS____________________________________________________
El corazón delator Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso,
terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad
había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era
el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo.
Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y
observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la
cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no
perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo.
Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba.
Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre…
Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me
helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a
matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los
locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido
ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué
disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana
antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte
de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era
lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada,
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella
pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba
la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el
sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza
por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un
loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza
completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan
cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las
bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera
sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche,
a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible
cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo.
Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y
le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y
preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber
sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las
doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de
costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez
de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el
alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi
impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y
que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí
entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse
repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me
eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el
viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía
que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando
suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna,
cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el
lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora
entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a
tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho,
noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido
anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que
nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que
brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese
sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía,
surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me
enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el
viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí
que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la
cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin
conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que
chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones,
pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a
él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de
aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía
verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia,
sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima
ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado,
con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de
la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a
enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y
con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver
nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto,
había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura
es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis
oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del
corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor
estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas
si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de
mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el
infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada
vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho
que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de
aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí
inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que
aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún
vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando
un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo
clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al
suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil
que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió
latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había
muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto,
completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo
tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no
volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo
cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el
cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y
piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y
escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta
habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir
la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de
sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja,
ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la
madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían
las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente
como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un
alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir
este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes
para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los
oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una
pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a
los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran
bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré
sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo
de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros
que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi
perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el
cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían
convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y
hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al
cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan.
Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías
continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía
resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de
esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara…
hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de
mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando
con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba…
¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el
que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar
el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor
rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y
discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones;
pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a
otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me
enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer
yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la
cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido
sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto!
Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era
posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban!
¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso
hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa
sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus
sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez…
escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo
maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible
corazón!
FIN Traducción de Julio Cortázar
Cuestionario
"El corazón delator" de Edgar Allan Poe
1. ¿Cuál es el estado psíquico del narrador según su propia
perspectiva? ¿Cuál es tu reflexión al respecto?
2. ¿Qué efecto produce el nerviosismo sobre los sentidos del
narrador, según su propia mirada? ¿Cuál según tu visión?
3. ¿Cuál es el objeto que fastidia al protagonista y qué
está dispuesto a hacer para eliminarlo?
4. ¿Cómo ataca a la víctima? ¿Qué preparación hace los días
anteriores?
5. ¿Cómo procesa el cuerpo de la víctima el protagonista y
dónde lo esconde?
6. ¿Qué elemento auditivo aparece como un indicio de lo que
sucederá al final?
7. ¿Qué hecho delata al criminal según su perspectiva? ¿Cuál
lo delata según la perspectiva de los oficiales?
8. ¿Con qué enfermedad psíquica puede relacionarse el
protagonista? ¿cuál es la diferencia entre paranoia y psicosis?
9. Buscar en internet las características y definición del
cuento de terror.
10. Crear un cuento de terror con alguno de los siguientes
ingredientes: noche oscura, luna, casa abandonada, castillo, secta, ruidos,
crujidos, respiraciones, gritos de miedo, psicópata, asesino serial, vampiro,
hombre lobo, insecto gigante, zombi, momia, monstruo, mujer o niño indefenso.
11. Crea un relato breve en San Blas en donde incluyas estas
frases: un viento helado entraba por la ventana, el ser salió de la profundidad
del mar en la noche, emitía un sonido que congelaba la sangre, su voz y su cara
blanca no la voy a olvidar jamás.
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