jueves, 24 de abril de 2014

Eco y Narciso, mito



     El mito de Eco y Narciso  Eco y Narciso  Anónimo                                        

La ninfa Eco estaba triste, pálida, recluida en su cueva de los bosques. La Diosa Hera había hecho caer sobre ella una terrible maldición: “A partir de ahora sea que tu melodiosa voz se convertirá en susurro y sólo podrás repetir las últimas palabras que otros pronuncien”. Hacía tiempo, Eco cantaba. Cantaba y cantaba para distraer con su bello cántico a Hera, y que ésta no descubriese a Zeus regalando amores a otras doncellas. Pero Hera la había descubierto. Su dolor no sosegaba y no podía más que pasear a solas, lánguida, con paso ciego, a través de la arbolada, haciendo crujir con sus pisadas las ramitas y las hojas secas que alfombraban el bosque.
Narciso paseaba solo, ajeno a sus compañeros de cacería, ajeno a todo, incluso a sí mismo. Desconocía su desmesurada belleza y los encantos que prendaban de él a las ninfas, a las doncellas y hasta al mismísimo dios Apolo. Él simplemente se dedicaba a desdeñarles, dejándoles consumidos en el miserable pozo del desprecio, abocados al dolor de sentirse nadie para quien lo era Todo. “Su perdición será contemplar su propia imagen”- Había predicho el adivino Tiresias el mismo día en que Narciso vio el mundo por vez primera. Y así había vivido hasta entonces, alejado de reflejos y de espejos, halagado, admirado, fascinador de miradas que no eran correspondidas, seductor nunca seducido y jamás tocado por los dedos del Amor. Una rama crujió.
-“¿Quién está ahí?”-
- “Está ahí.... está ahí... está ahí....” – Respondió Eco. Abrazada por Cupido, abrió sus enormes ojos al verse sorprendida por Narciso... y echó a correr. Narciso la siguió.
- “¿Por qué huyes? Ven a mi”-
- “A mi.... a mi.....”-
Cuando se encontraron, Eco, con el corazón hechizado, tendió los brazos a Narciso con intención de que, si bien su voz no podía expresar su amor inmenso, pudiera sí demostrarlo con su entrega y su pasión. Pero fue la fría sonrisa de él quien le tendió la mano, y sus palabras:
-“No pensarás que yo te amo”-
-“Te amo.... te amo.....”- Repitió Eco, desesperada, desfallecida, con los brazos aún abiertos, vacíos y temblorosos, llenos de Amor... y sus enormes ojos anegados en lágrimas.
- “Permitan los Dioses que me deshaga la muerte antes de que tú goces de mi”- Narciso desapareció altanero. Y Eco, caminando despacio y sin fuerzas, arrastrando ramitas crujientes a su paso lento, se recluyó de nuevo en su cueva. Su voz se convirtió en un hilo: “Para él quieran los Dioses que, cuando ame como yo ahora amo, desespere y sufra como mi alma sufre y desespera”. Y luego desapareció.
Pero Némesis, la Diosa de la Venganza, había escuchado el ruego de aquél pensamiento sin voz, y como castigo condenó a Narciso a padecer una inmensa sed.
El desesperado Narciso se acercó sin pensar a la orilla del riachuelo más claro, más transparente, donde tenía el cielo su mejor espejo y, al ir a beber, sus azules ojos contemplaron el rostro más bello que jamás hubiesen visto o quizás imaginado. Aquella alegoría de la perfección no era sino él mismo, su propio ser de quien se había al instante enamorado. La desesperación por querer amarse y poseerse le hizo gritar enfurecido: “¡Dioses míos, de qué clase cruel es este castigo! Me inyecta la sangre lo más prohibido del amor, el amor que va conmigo, del que no puedo desprenderme aunque me aparte de la imagen de este río, del que me seguirá entera y eternamente y que ni en los confines de la misma Eternidad podrá ser mío. ¡Por qué he de ser yo merecedor de este abismo! El mismo fuego que me devora es el que ahora yo atizo; a mi me podrán amar otros, pero yo no puedo amarme a mi mismo porque no soy capaz de encontrarme aún sin distancia que me separe del objeto de mi Amor, y ni siquiera puedo morir por él sin arrastrar también su vida conmigo. ¿Cómo puedo entonces ansiar vivir si no existe en el Amor ni en mí motivo?”
Lloraba Narciso. Lloraba aferrado a la orilla del riachuelo, con los brazos extendidos y las puntas de sus cabellos rozando las cristalinas aguas como queriendo tocar con ellas la imagen amada. El furor de su  deseo, los rayos de sol bañados del celeste azul, las hojas de la fronda y las mariposas reflejadas en las danzarinas ondas, y los destellos luminosos desde el cristal del río, fueron regalando colores a aquella figura exhausta, y aquella estatua esbelta, inerte, enamorada, abrazada moribunda a la orilla, se convirtió en una flor. Quizás una mano blanca la contempla y acaricia, susurrando su nombre como en un hilo de voz... Quizás Eco riega con sus lágrimas de Amor a la flor de Narciso mientras se reflejan juntas, siempre, en las aguas del río...

Hay también un video del mito si quieren mirar, el link es:  
https://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=8Of4B50okVQ

miércoles, 23 de abril de 2014

El racista, de Isaac Asimov

            

El cirujano alzó la cabeza; su rostro era inexpresivo.
―¿Está preparado? ―preguntó.
―Preparado es un término relativo ―dijo el ingeniero médico―. Nosotros estamos preparados. Él está quieto.
―Bueno, siempre lo están… Al fin y al cabo se trata de una operación importante.
―Importante o no, el paciente debe estar agradecido. Se le ha elegido entre una enorme cantidad de candidatos y, francamente, no creo que…
―No lo diga ―interrumpió el cirujano―. No nos corresponde a nosotros tomar la decisión.
―La aceptamos; pero, ¿acaso tenemos que mostrarnos de acuerdo?
―Sí ―repuso vivamente el cirujano―. Tenemos que aceptarla totalmente y de buen grado. Es una intervención tan enormemente complicada que no podemos realizarla con ninguna clase de reservas mentales. Este hombre ha demostrado sus méritos en numerosos aspectos, y sus características resultan adecuadas para la Junta de Mortalidad.
―Está bien ―dijo el ingeniero médico.
―Le veré aquí mismo ―declaró el cirujano―. Me parece que la ocasión no se presta demasiado a palabras de aliento.
―Tampoco servirían de mucho. Está bastante nervioso, y ya ha tomado una decisión.
―¿Lo ha hecho?
―Sí. Quiere metal, como todos.
El semblante del cirujano continuó imperturbable. Se miró las manos y dijo:
―A veces se puede tratar con ellos acerca de ese asunto.
―¿Para qué preocuparse? Si quiere metal, que sea metal.
―¿A usted no le importa?
― ¿Por qué habría de importarme? ―manifestó el ingeniero médico casi con brutalidad―. Al fin y al cabo, se trata de un problema de ingeniería médica, y yo soy ingeniero médico. Sea como sea, tengo que resolver el problema. No veo motivos para inquietarme por nada más.
No obstante, el cirujano declaró con firmeza:
― Para mí es un asunto de correcto proceder.
― No puede usted utilizar ese argumento. ¿Qué le importa al paciente el correcto proceder?
― A mí si me importa.
― Usted integra una minoría. La tendencia general va en contra suya. No tiene ninguna posibilidad.
― Debo intentarlo.
El cirujano hizo un ademán al ingeniero médico para que guardase silencio. No era un gesto impaciente, sino simplemente apresurado. Ya había informado previamente a la enfermera, y le indicaron que ésta se acercaba al quirófano. El cirujano oprimió un botón y las dos hojas de la puerta se corrieron. El paciente entró en su silla de motor acompañado por la enfermera, que avanzaba ágilmente a su lado.
― Puede retirarse, enfermera ― dijo el cirujano ―. Pero aguarde fuera. La llamaré más tarde.
Luego hizo una seña con la cabeza al ingeniero médico, que salió con la enfermera, y la puerta se cerró detrás de ellos.
El hombre de la silla miró por encima de un hombro y los vio marcharse. Tenía el cuello muy delgado y unas finas arrugas en torno a los ojos. Estaba recién afeitado, y los dedos, que aferraban con fuerza los brazos de la silla, mostraban unas uñas manicuradas. Era un paciente de alta categoría, y en su rostro se apreciaba un gesto displicente.
― ¿Vamos a empezar hoy? ― preguntó.
― Esta misma tarde, senador ― repuso el cirujano asintiendo con la cabeza.
― Tengo entendido que esto llevará varias semanas.
― La operación en sí misma no, pero existe una serie de asuntos secundarios que deben tenerse en cuenta. Habrá que realizar una transfusión de sangre y ciertos ajustes hormonales. Se trata de cuestiones delicadas.
― ¿Es peligroso…? ― inquirió el enfermo, y luego, como si sintiera la necesidad de establecer una relación amistosa, pero evidentemente en contra de su voluntad, añadió: ― ¿doctor?
Al cirujano le pasaron desapercibidos aquellos matices expresivos, y dijo escuetamente:
― Todo resulta peligroso. Le dedicamos suficiente tiempo para que sea lo menos arriesgado posible. Ese tiempo, junto con la capacidad de muchos especialistas agrupados y el instrumental adecuado, hacen que tales operaciones sólo estén al alcance de muy pocos.
― Lo sé ― afirmó el paciente, algo inquieto ―. Y me niego a sentirme culpable por eso. ¿O es que insinúa que le estoy presionando?
― En absoluto, senador. Las decisiones de la Junta nunca han sido discutidas. Sólo menciono la dificultad y complejidad de la intervención con el fin de poner de manifiesto mi deseo de llevarla a cabo del mejor modo posible.
― Bien, hágalo así, entonces. Ése es también mi deseo.
― En tal caso, debo pedirle que tome una decisión. Es posible aplicarle un ciber-corazón de una de estas dos clases: de metal, o bien…
― ¡O de plástico! ― le interrumpió, irritado, el paciente ―. ¿No es ésa la alternativa que me ofrece, doctor? Plástico barato. Yo no quiero eso. Ya he hecho mi elección, y quiero que sea de metal.
― Pero…
― Escúcheme. Me han dicho que la elección tengo que tomarla yo solo. ¿Es eso cierto?
El cirujano asintió, y dijo:
― Cuando dos posibilidades son del mismo valor desde el punto de vista médico, la elección recae en el enfermo, aún cuando las posibilidades no sean iguales, como ocurre en este caso.
Los ojos del paciente brillaron.
― ¿Pretende usted decirme que el corazón de plástico es superior? ― inquirió.
― Eso depende del paciente. En mi opinión, a usted no le conviene el metal. Y preferimos no utilizar la palabra plástico. Se trata de un ciber-corazón fibroso.
― Por lo que a mí respecta, es plástico.
― Senador ― dijo el cirujano con infinita paciencia ―, el material no es plástico en el sentido ordinario de la palabra. Es un polímero, ciertamente, pero mucho más complejo que el plástico corriente. El material es una fibra proteínica compuesta, con la que se ha conseguido imitar hasta donde ha sido posible el tejido natural del corazón humano, el mismo que tiene usted dentro del pecho en este momento.
― Exactamente; y el corazón humano que tengo en el pecho ya está gastado a pesar de que no he cumplido todavía los sesenta años. Yo no quiero nada parecido a esto, muchas gracias. Yo quiero algo mejor.
― Todos queremos algo mejor para usted, senador. El ciber-corazón fibroso será mejor. Posee una vida potencial de varios siglos. Es totalmente antialérgico…
― ¿No lo es el corazón metálico, acaso?
― Sí, lo es ― repuso el cirujano ―. El ciber-corazón metálico está formado por una aleación de titanio que…
― ¿Y no es cierto que no se desgasta y que es más fuerte que el plástico, o la fibra, o como usted quiera llamarle?
― El metal resulta físicamente más resistente, en efecto; pero la fortaleza mecánica no es lo único que debe tenerse en cuenta. Dicha resistencia no es indispensable mientras el corazón esté bien protegido. Cualquier agente capaz de llegar a su corazón podrá matarle por otras razones, aunque sea un corazón metálico.
El paciente se encogió de hombros y manifestó:
― Entonces, cuando me rompa una costilla, haré que también me la pongan de titanio. La sustitución de huesos resulta fácil. Todo el mundo puede conseguir que le hagan eso en cualquier momento. Yo seré todo lo metálico que quiera, doctor.
― Está usted en su derecho, si así lo prefiere. Sin embargo debo hablarle con franqueza y decirle que si bien ningún ciber-corazón metálico ha fallado mecánicamente, sí han fallado algunos electrónicamente.
― ¿Qué significa eso?
― Eso significa que todo ciber-corazón posee un pulsarregulador como parte integrante de su estructura. En el caso de la variedad metálica se trata de un mecanismo electrónico que mantiene el ritmo cardíaco. Ello implica que hay que colocar todo un equipo en miniatura que altere el ritmo del corazón de acuerdo con el estado emotivo y físico del individuo. En ocasiones, esto ha fracasado, y la persona ha muerto antes de que se pudiera corregir el defecto.
― Nunca he oído hablar de tales casos.
― Yo le aseguro que han ocurrido.
― ¿Y sucede a menudo?
― De ningún modo. Sólo muy raras veces.
― Bien, entonces correré ese riesgo. ¿Y qué me dice del corazón de plástico? ¿No lleva también un pulsarregulador?
― En efecto, senador. Pero la estructura química del ciber-corazón fibroso es mucho más parecida a la del tejido cardíaco del hombre. Puede responder mejor a los estímulos iónicos y hormonales del organismo. El elemento a insertar es, en este caso, mucho más sencillo que en el del ciber-corazón metálico.
― ¿No escapa nunca al control hormonal el corazón de plástico?
― Hasta ahora nunca ha ocurrido.
― Porque no han trabajado con él un tiempo lo bastante largo, ¿no es así?
El cirujano vaciló un momento, y luego respondió:
― Bueno, es cierto que el corazón fibroso lleva en uso menos tiempo que el metálico…
― ¿Lo ve usted? ¿Qué teme, doctor, que quiera convertirme en un robot, en un metalo, como los llaman desde que se les otorgó la ciudadanía?
― No tiene nada de malo el metalo. Como bien dice usted; se trata de ciudadanos. Pero usted no es un metalo, sino un ser humano. ¿Por qué no seguir siendo un ser humano?
― Porque deseo lo mejor, y eso es el corazón metálico, entiéndalo bien.
― Perfectamente ― contestó el cirujano ―. Se le pedirá que firme los correspondientes permisos, y luego le colocaremos un corazón de metal.
― ¿Y quién será el cirujano que me intervenga? Me han dicho que usted es el mejor.
― Seré yo mismo. Haré lo posible para que el trasplante tenga éxito.
Se abrió la puerta, y el paciente salió en su silla acompañado por la enfermera.
Luego entró el ingeniero médico, que permaneció mirando hasta que la puerta se hubo cerrado a espaldas del paciente. Entonces se volvió al cirujano y dijo:
― Bueno, no puedo adivinar lo que ocurrió. Dígame, ¿cuál fue su decisión?
El cirujano se inclinó sobre su escritorio y perforó las instrucciones finales para los registros.
― La que usted predijo. Quiere un ciber-corazón metálico.
― Después de todo, son los mejores.
― No siempre. Llevan más tiempo usándose, eso es todo. Es la manía que tiene la humanidad, desde que los metalos han adquirido la ciudadanía. El hombre tiene el singular anhelo de hacer de sí mismo un metalo. Suspira por la fuerza física y por la resistencia que se les atribuye.
― Ellos no son los únicos, doctor. Usted no trabaja con metalos, pero yo sí, de modo que sé lo que ocurre. Los dos últimos que ingresaron para someterse a reparaciones me pidieron elementos fibrosos.
― ¿Se los proporcionó?
― En un caso, sí; se trataba tan sólo de colocar tendones. No había demasiada diferencia entre insertar metal o fibra. El otro, en cambio, deseaba un aparato circulatorio o su equivalente. Yo le dije que no podía hacerlo. Para ello se hubiera tenido que modificar totalmente la estructura de su organismo, aplicando material fibroso… Es de suponer que algún día llegaremos también a eso. Habrá metalos que no sean totalmente de metal, sino una especie de combinación metálica de carne y sangre.
― ¿No le preocupa esa idea?
― ¿Por qué? Análogamente, habrá seres humanos metalizados. Hoy poseemos dos variedades de seres inteligentes en la Tierra, y es absurdo que nos estemos preocupando por las dos. Dejemos que se acerquen la una a la otra, y al fin no existirá diferencia alguna. ¿Para qué queremos que la haya? Entonces tendremos lo mejor de ambas formas de vida: las ventajas del hombre combinadas con las del robot.
― El resultado entonces sería un ser híbrido ― contestó el cirujano, con un tono que se acercaba a la agresividad ―. Se habría llegado a una criatura que no sería ambas cosas, sino ninguna de las dos. ¿Es lógico suponer que un individuo no esté lo bastante orgulloso de su estructura orgánica y de su identidad como para desear transformarse en algo extraño? ¿Sería deseable ese mestizaje?
― Así hablan los racistas.
― Pues no me importa ― dijo el cirujano, con sereno énfasis ―. Yo creo que uno debe ser lo que es. No cambiaría ni una partícula de mi organismo por ninguna razón. Si se requiere forzosamente hacerme algún cambio, exigiría que el material fuera lo más parecido posible a mis propios órganos. Yo soy “yo mismo”. Y estoy muy satisfecho con ser quien soy, y no pretendo ser ninguna otra cosa.
El cirujano, terminado su alegato, se preparó para iniciar la operación. Introdujo sus fuertes manos en el horno y las dejó para que se calentaran al rojo hasta que se esterilizasen completamente. A pesar de ser la primera vez que levantaba la voz y se apasionaba de tal modo, en su bruñido rostro metálico, como siempre, no existía el menor vestigio de expresión.
Actividades:
1. Enumera los elementos o palabras que pertenecen al ámbito científico y los que indican que el relato se desarrolla en el futuro.
2. ¿Qué indicios (pistas) nos da el narrador, anteriores al párrafo final, que anticipan la naturaleza metálica del cirujano? Da tres ejemplos.
3. Explica qué significa ser racista y cómo lo aplicarías al cuento. ¿Es racista el cirujano? ¿Cuál es su postura?
4. Formula en no más de dos oraciones el tema del texto.
5. ¿Quién es el único que es capaz de asumir su propia identidad? ¿En qué consiste la paradoja teniendo en cuenta el tema del texto?
6. ¿Estás de acuerdo con el cirujano o con el médico? ¿Por qué? ¿Cuál crees que será el mensaje que el autor quiso dejarnos?
7. ¿Qué características del Cuento de Ciencia Ficción puedes encontrar en este relato? Enuméralas y extrae sus ejemplos.
8. Según tu forma de pensar, ¿el relato nos presenta una Utopía o una Distopía? Explica con tus propias palabras.


extraído de: http: //llevate todo .com, reelaborado por el Prof.: Carlos Ariel Genco, literaturaviedma

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Hola gente, alumnos, docentes y todos los navegantes buscadores de lo virtual. Este blog comparte literatura y trabajos de lengua y literatura, literatura y prácticas del lenguaje. La intención es material que sirva para trabajar en clase, los cuentos, como verán están con actividades en su mayoría, varias elaboradas por este docente, otras no tanto. Creo que compartir el trabajo es una forma hermosa de ganar tiempo para lo que realmente queremos, vivir la vida con los que queremos, hacer cosas en la naturaleza. Un abrazo y sigan aprovechando el material, citen la página como fuente, solo eso, gracias. Colaboren con comentarios y lugares que consideran útiles en actividades para conectarlos o ayudar a mejorar este blog.

Un crimen casi perfecto, de Roberto Arlt



El Crimen casi perfecto
Roberto Arlt                         



La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado.
Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas.
Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo.
Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.
Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.
Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces.
El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente.
Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.
Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –
Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.- Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: – El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol.
Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.

Actividades:
1. Los tres hermanos de la víctima y posibles sospechosos, ¿qué coartadas tenían respectivamente para la hora del crimen? ¿Son creíbles y verificables?
2. ¿Qué pistas hacían dudar a los investigadores de que se había suicidado?
3. El investigador, finalmente llega a la conclusión de que la señora Stevens había sido asesinada, ¿a qué se debió esto?
4. ¿Qué datos hacen creer al investigador que los hermanos tenían que ver con el crimen?
5. ¿Qué características se mencionan de la víctima? Enuméralas.
6. ¿Qué primera hipótesis se plantea el detective? ¿Resultó fructífera?
7. El detective se plantea una nueva hipótesis, menciónala y describe cómo llega a tener la revelación.
8. ¿Quién fue el homicida? ¿Cómo hizo para matar a su hermana sin estar presente en el lugar del hecho?
9. ¿Cuál fue el destino del Homicida?
10. ¿Qué tipo de cuento policial es? Fundamenta.