jueves, 24 de noviembre de 2016

la fiesta ajena, de Hecker


LA FIESTA AJENA

Liliana Hecker



Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
—Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa.
—Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
—Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga!
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
— ¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
— ¿Y vos quién sos?
—Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.
—No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
— ¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.
—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?
—No.
— ¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
—Soy hija de la empleada —dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
—¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?
—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.
—Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que s ostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
— ¿Al chico? —gritaron todos.
— ¡Al mono! —gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.
—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías.
—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
—Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
—Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.
—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
—Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre.
Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
—Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.


ACTIVIDAD:
“La fiesta ajena”, de Liliana Hecker.

a-Redactar una síntesis del contenido del cuento.
b-Comentar los sentimientos que te produjo el cuento y por qué.
c-Releer el cuento “hacia atrás”, transcribir al menos tres expresiones que constituyan “pistas” o indicios del desenlace, que nos brindó la autora, y a los que la protagonista  no hace caso.
d- Rosaura atraviesa diferentes estados de ánimo, de las siguientes palabras subrayar las que los reflejen y fundamentar con ejemplos del texto: indiferencia- entusiasmo- desinterés- expectativa- orgullo- satisfacción.
e-¿Qué significado tiene la mano de la madre, apoyada en el hombro de Rosaura?
f- ¿crees que los ricos van al cielo?
g- ¿Qué sería el paraíso para vos?
h- explica los motivos por los que una amistad es verdadera y cuando se traiciona una amistad.
i- Elige y escribe dos finales distintos del cuento (6 líneas da uno).
Posibilidades: a) Rosaura o la mamá contestan y actúan ante el pago. B) Luciana se acerca a despedirla.
C) Rosaura se va en silencio y habla con la madre sobre lo que pasó.


jueves, 3 de noviembre de 2016

yarará como manguera



Un cuento de Navidad ,de Mempo Giardinelli

Todos los años, para esta fecha, me da por acordarme de aquel diciembre, tórrido y húmedo como éste. Habían caído lluvias como para el campeonato mundial y nosotros volvíamos de Samuhú. Mi papá, al volante de su Ford ‘40 negro y con gomas pantaneras, para mí era Súperman. El Tano Poletti fumaba a su lado y yo iba sentadito en el asiento de atrás, cubierto de polvo y atento a los bichos que a la hora del crepúsculo entraban por las ventanillas como municiones; eran lo único malo de viajar por esos caminos de tierra y lodo. Uno iba ahí como en un barco, meta dar bandazos como muñequito con resorte. Pero yo tenía ocho años y me encantaba ese ritual decembrino que seguía a la terminación de las clases.
Los caminos del Chaco y de Formosa eran horribles: apenas huellas abiertas por los camiones cargados de algodón que salían de las chacras. Pero mi viejo los conocía metro a metro porque era viajante de comercio de un montón de productos que introdujo en los 40 y 50: marcas como Nestlé, Terrabusi, Aguila, los vinos Norton y el agua mineral.
Aquella tarde del 24 hacía un calor de mil infiernos y el Ford bufaba recalentado, jalando esforzadamente el acopladito de dos ruedas que mi viejo enganchaba del paragolpes trasero. En la cabina el humor era espeso, porque eran las ocho de la noche y queríamos llegar a casa a las once, pero por los pozos y barriales apenas se podía ir a veinte por hora y encima ya habíamos pinchado dos veces y no teníamos más cubiertas de repuesto.
De pronto el Ford pegó un brinco y pareció que se iba a la cuneta. Papá lo contuvo de un volantazo mientras frenaba y yo en el acto me di cuenta: habíamos pinchado nuevamente. “Se jodió la fiesta”, anunció. El Tano escupió tabaco y se rió: “¡Buon Natale con acqua!” y miró para atrás y me regaló un guiño. El acopladito estaba lleno de botellas de agua mineral.
Mi viejo se bajó a mirar la goma destrozada y el Tano se fue a orinar entre unos yuyos. Cuando se dio vuelta para regresar, de pronto pegó un salto en el aire mientras soltaba una puteada en dialecto y gritaba: “¡Una víbora, hic’una putana, una yarará como manguera!”.
En el mismo segundo en que el Tano caía, mi papá metió la mano bajo el asiento, sacó un machete y se estiró sobre el Tano y le encajó a la víbora primero un planazo y luego un a fondo de filo que la descabezó. “¡No bajés que pueden andar en yunta!”, me gritó a mí y jaló al Tano hasta el coche. Este gritaba, desesperado, que por favor no lo dejara morir.
Papá, velozmente, lo ayudó a acostarse en el asiento. En silencio y sin hacer caso de sus gritos, le agarró la pierna, le quitó la media y el zapato, le miró la picadura sobre el tobillo y tras decirle ahora aguantáte le encajó un mordiscón y empezó a chupar. Lo hizo sin asco, mecánicamente y como si no fuese la primera vez. Chupaba y escupía. Se pasaba el brazo por la boca y volvía a chupar y a escupir. Así varias veces y al final echó tabaco picado sobre la herida. Después le desgarró el pantalón hasta la rodilla, se quitó la camisa, la rompió en tiras y empezó a hacerle un torniquete abajo del menisco. El Tano gritaba como las monas cuando andan con cría. Tenía un susto tan grande que lloraba preguntando si estaba seguro de haber matado a esa guacha. Calláte y dejáme, decía papá mientras pasaba un destornillador por entre el nudo de las telas y lo giraba lento y firme apretando músculos y venas para impedir que la sangre envenenada subiese al resto del cuerpo.
La herida era chiquita, como ojos de japonés, dos rayitas que parecían cosa de nada. Pero ellos sabían que no era nomás lo que parecía. El Tano aullaba a cada vuelta del torniquete y se agarraba de la puerta del coche soportando el dolor. Y en ningún momento dejó de putear. Yo miraba todo con ojos como palanganas, fascinado por la desesperación del Tano y la concentración y diligencia de mi viejo. Desde el asiento de atrás podía ver, también, el lomo gris-verdoso de la yarará muerta, ancho como de cinco centímetros.
Después mi viejo sacó el cortaplumas y sin hacer caso de los gritos del Tano agrandó la herida, que ya se empezaba a amoratar. Apretó un poco más para que manase sangre mientras decía no te marees, Tano, no te marees. Yo había escuchado conversaciones sobre picaduras de yarará y aunque jamás había visto una sabía que si el atacado se marea, ve turbio y se le aflauta la voz es hombre muerto.
Por eso me tranquilicé cuando de golpe el Tano se desmayó. Papá me hizo pasar adelante y lo extendió sobre el asiento trasero. Después se hizo unos buches con ginebra Llave y enseguida se mandó media botella y empezó a putear él también. Sólo un rato después pateó la víbora hacia la banquina, se sentó al volante y me tomó de la cabeza y me abrazó.
–Navidad de mierda que vamos a pasar.
–¿Se va a morir?
–Si pasa alguien, capaz que con suero lo salvan. ¿Pero quién va a pasar por aquí?
El sabía que justo ese día y a esa hora la respuesta era nadie. Con voz grave dijo que esa Navidad sólo teníamos agua mineral y un amigo en emergencia. Y que si acaso mi vieja tenía razón y Dios existía, entonces que le rezara por el Tano.
Al rato trajo dos botellas. Como estaban calientes, las puso sobre el techo. También sacó un paquete de galletitas y me lo dio. El Tano deliró un rato, con una fiebre altísima. Papá le pasaba un pañuelo húmedo por la frente y le mojaba los labios. Cuando vio que eran las doce me abrazó fuerte y yo me di cuenta de que lloraba.
Las noches de verano no son largas en el Chaco y aquella además fue luminosa, impresionante, de esas en las que parece que el firmamento bajara hasta ponerse al alcance de la mano. El cielo estrellado era espectacular y hasta pude ver una mancha blanca que papá me dijo que era la vía láctea. Era tan lindo que yo pensé que todo iba a salir bien, además aquel verano todo el mundo andaba optimista y el Tano y mi viejo planeaban hacer guita grossa.
Después papá me ordenó que durmiera y yo cerré los ojos. Al ratito se fue al asiento trasero y lo abrazó al Tano, que parecía dormir. El viejo lo sostenía entre sus brazos como esas vírgenes de las estampitas que lo tienen así a Jesús. Y después no sé qué pasó: yo recé un montón hasta que me quedé dormido.
Cuando amanecía y el sol comenzaba a picar nos encontraron unos paisanos en un tractor. Venían medio mamados y no entendieron nada: el Tano estaba como dormido y con la boca abierta, en brazos de mi viejo, y yo espantaba las moscas hablando solito, regular como un sapo, aterrorizado porque había visto a la Muerte por primera vez.


Cuestionario: 
1- ¿CCómo es el lugar en donde sucede? ¿Se marca algún tiempo del suceso?
2- ¿Cómo son los personajes?
3- ¿Qué tipo de narrador presenta la historia? Repite un párrafo cambiando de narrador. Señalalo.
4- ¿Qué problema les sucede? ¿Lo resuelven? ¿Por qué?
5- Extrae y transcribe dos descripciones de lugar o personaje.
6- pasa dos párrafos a presente y luego a futuro. 
7- escribe un cuento con alguien que se confía mucho de los animales.
8- Escribe un cuento que suceda en navidad.