martes, 5 de abril de 2016

Cuentos de Elsa bornemann y tp



SEGUNDO AÑO GRUPAL,Cuentos de Elsa bornemann                   LOS MUYINS1



En la época en que Kenzo Kobayashi vivía en Tokyo y era un muchachito acaso de tu misma edad, no existía la luz eléctrica. Ni calles, ni cami­nos, ni carreteras estaban iluminados como hoy en día.
Por eso, a partir del anochecer, quienes salían fuera de las casas debían hacerlo provistos de sus propias linternas. Era así como bellos faroles de papel podían verse aquí o allá, encendiendo la negrura con sus frágiles lucecitas. Y como decían que la negrura era especialmente negra en las lo­mas de Akasaka —cerca de donde vivía Kenzo— y que se oían por allí —durante las noches— los más extraños quejidos, nadie se animaba a atravesarlas si no era bajo la serena protección del sol.
De un lado de las lomas había un antiguo canal, ancho y de aguas profundas y a partir de cuyas orillas se elevaban unas barrancas de espesa vegetación. Del otro lado de las lomas, se alzaban los imponentes paredones de uno de los palacios imperiales.
Toda la zona era muy solitaria no bien comenza­ba a despegarse la noche desde los cielos. Cual­quiera que —por algún motivo— se veía sorprendi­do cerca de las lomas al oscurecer, era capaz —entonces— de hacer un extenso rodeo, de cami­nar de más, para desviarse de ellas y no tener que cruzarlas.
Kenzo era una criatura muy imaginativa. Lo vol­vían loco los cuentos de hadas y cuanta historia extraordinaria solía narrarle su abuela.
Por eso, cuando ella le reveló la verdadera causa debido a la cual nadie se atrevía a atravesar las lomas durante la noche, Kenzo ya no pensó en otra cosa que en armarse de valor y hacerlo él mismo algún día.
—Los muyins. Por allá andan los muyins entre las sombras —le había contado su abuela, al conside­rar que su nieto ya era lo suficientemente grandecito como para enterarse de los misterios de su tierra natal—. Son animales fantásticos. De la montaña. Bajan para sembrar el espanto entre los hombres. Les encanta burlarse mediante el terror. Aunque son capaces de tomar apariencias humanas, no hay que dejarse ensañar, Kenzo; las lomas están plaga­das de muyins. A los pocos desdichados que se les aparecieron, casi no viven —después— para con­tarlo, debido al susto. Que nunca se te ocurra cruzar esa zona de noche, Kenzo; te lo prohibo, ¿entendiste?
La curiosidad por conocer a los muyins crecía en el chico a medida que su madre iba marcando una rayita más sobre su cabeza y contra una columna de madera de la casa, como solía hacerlo para medir su altura dos o tres veces por año.
Una tarde, Kenzo decidió que ya había crecido lo suficiente como para visitar las lomas que tanto lo intrigaban. (En secreto —claro— no iban a darle permiso para exponerse a semejantes riesgos.)
Los muyins... Podría decirse que Kenzo estaba obsesionado por verlos, a pesar de que le daba miedo —y mucho— que se cumpliera su deseo. Y con esa sensación doble partió aquella tarde rumbo a las famosas lomas de Akasaka, con el propósi­to de recorrerlas sin otra compañía que la de su propia linterna.
Obviamente, a su mamá le mintió y así consiguió que lo dejara salir solo: —Encontré al tío Kentaro en el mercado; me pidió que lo ayude a trenzar bambúes. También se lo pidió a los primos Endo. Está atrasado con el trabajo y dice que así podrá termi­narlo para mañana, como prometió. Me voy a que­dar a dormir en su casa, madre.
El tío Kentaro vivía en las inmediaciones del antiguo canal, por lo que la mamá de Kenzo no dudó en permitirle que pasara la noche allá.
—Ni sueñes con volver hoy. Mañana, cuando el sol ya esté bien alto, ¿eh?
En aquella época, tampoco existían los teléfo­nos, de modo que la mentira de Kenzo tenía pocas probabilidades de ser descubierta. Además, no era un muchacho mentiroso: ¿por qué dudar de sus palabras?
Apenas comenzaba a esconderse el sol cuando Kenzo arribó a las lomas. Debió aguardar un buen rato para encender su linterna. Pero cuando la encendió, ya se encontraba en la mitad de aquella zona y de la oscuridad.
Se desplazaba muy lentamente, un poco debi­do al temor de ser sorprendido por algún muyin y otro poco, a causa de que la lucecita de su linterna apenas si le permitía ver a un metro de distancia.
De pronto, se sobresaltó. Unas pisadas ligeras, unos pasitos suaves parecían haber empezado a seguirlo.
Kenzo se volvió varias veces, pero no bien se daba vuelta los pasos cesaban. Y él no alcanzaba a descubrir nada ni a nadie. Era como si alguien se ocultara en el mismo instante en que el muchacho intentaba tomarlo desprevenido con su luz por­tátil.
Sí, era indudable que alguien se escondía entre los arbustos. Y que desde los arbustos podía ob­servarlo claramente a él: el simpático rostro de Kenzo se destacaba entre aquella negrura, cálida­mente iluminado por la linterna.
Durante dos o tres fines de semana más, este episodio se repitió tal cual. Kenzo continuaba con las mentiras a su madre para poder volver a las lomas. ¿Sería un muyin esa silenciosa y perturba­dora presencia que lo seguía y lo espiaba? Y si era así, ¿por qué se mantenía oculto?, ¿por qué no lo atacaba de una buena vez, apareciéndosele —de golpe— para darle un susto mortal, como decían que a esos seres les divertía hacer?
Al fin, una noche, Kenzo iluminó una pequeña silueta femenina que se mantenía agachada junto al canal. La veía de espaldas a él. Estaba sola allí y sollozaba con infinita tristeza. Parecía la voz de un pájaro desamparado.
Con desconcierto pero igualmente conmovido, el muchacho prosiguió con su inesperada inspec­ción, mientras ella aparentaba no tomar en cuenta su proximidad: continuaba de rodillas junto a la orilla del canal, gimiendo.
Era una niña de la edad de Kenzo. Estaba vestida con sumo refinamiento. También su peinado era el típico de las jovencitas de muy acomodada fa­milia.
La confusión de Kenzo se iba convirtiendo en gigante: ¿Qué hacía esa mujercita allí, sola, nada menos que en aquella zona y a esas horas de la noche?
De pronto, se animó y caminó hacia ella. Si una nena era capaz de internarse en las lomas, con más razón él, ¿no?
El muchacho le habló, entonces, pero ella tam­poco se dio vuelta.
Ahora ocultaba su carita entre los pliegues de una de las mangas de su precioso kimono y su llanto había crecido. ¿Un pichón de hada perdido a la intemperie, tal vez?
Kenzo le rozó apenas un hombro, muy suave­mente.
—Pequeña dama —le dijo entonces—. No llore, así, por favor, ¿Qué le pasa? ¡Quiero ayudarla! ¡Cuénte­me qué le sucede!
Ella seguía gimiendo y tapándose el rostro.
—Distinguida señorita, le suplico que me con­teste.
Aunque proveniente de una modesta familia campesina, la educación de Kenzo no había de­pendido de la mayor o menor riqueza que po­seyeran sus padres sino de que ellos valoraban —por sobre todo— la educación de sus hijos. Por eso, él podía expresarse con modales gentiles y palabras elegidas para acariciar los oídos de cual­quier damita. Insistió, entonces:
—Le repito, honorable señorita, permita que le ofrezca mi ayuda. No llore más, se lo ruego. O —al menos— dígame por qué llora así.
La niña se dio vuelta muy lentamente, aunque mantenía su carita tapada por la manga del kimono.
Kenzo la alumbró de lleno con su linterna y fue en ese momento que ella dejó deslizar la manga ape­nas, apenitas.
El muchacho contempló entonces una frente perfecta, amplia, hermosa.
Pero la niña lloraba, seguía llorando.
Ahora, su voz sonaba más que nunca como la de un pájaro desamparado.
Kenzo reiteró su ruego; su corazón comenzaba a sentirse intensamente atraído por esa voz, por esa personita. Una sensación rara que jamás había experimentado antes lo invadía.
—Cuénteme qué le sucede, por favor...
Salvo la frente —que mantenía descubierta— ella seguía ocultándose cuando —por fin— le dijo:
—Oh... Lamento no poder contarte nada... Hice una promesa de guardar silencio acerca de lo que me pasa... Pero lo que sí puedo decirte es que fui yo quien te ha estado siguiendo durante estos días. No me animaba a hablarte, pero ahora siento que podemos ser amigos... ¿No es cierto?
Kenzo le tocó apenitas el pelo: pura seda.
En ese instante fue cuando ella dejó caer la manga por completo y el chico —horrorizado— vio que su rostro carecía de cejas, que no tenía pesta­ñas ni ojos, que le faltaban la nariz, la boca, el mentón... Cara lisa. Completamente lisa. Y desde esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos chillidos burlones y —enseguida— una carcajada que parecía que no iba a tener fin.
Kenzo dio un grito y salió corriendo entre la negrura que volvía a empaquetarlo todo.
Su linterna, rota y apagada, quedó tirada junto al canal.
Y Kenzo, corrió, corrió, corrió. Espantado. Y co­rrió y corrió, mientras aquella carcajada seguía re­sonando en el silencio.
Frente a él y su carrera, solamente ese túnel de la oscuridad que el chico imaginaba sin fondo, como su miedo.
De repente —y cuando ya lo perdían las fuerzas— vio las luces de varias linternas a lo lejos, casi donde las lomas se fundían con los murallones del castillo imperial.
Desesperado, se dirigió hacia allí en busca de auxilio. Cayó de bruces cerca de lo que parecía un campamento de vendedores ambulantes, echa­dos a un costado del camino.
Todos estaban de espaldas cuando Kenzo lle­gó. Parecían dormitar, sentados de caras hacia el castillo.
—¡Socorro! ¡Socorro! —exclamó el muchacho—. ¡Oh! ¡Oh! —y no podía decir más.
—¿Qué te pasa? —le preguntó, bruscamente— el que —visto por detrás— parecía el más viejo del grupo. Los demás, permanecían en silencio.
—¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!... —Kenzo no lograba explicar lo que le había sucedido, tan asustado como estaba.
—¿Te hirió alguien?
—No... No... Pero... ¡Oh!
—¿Te asaltaron, tal vez?
—No... Oh, no...
—Entonces, sólo te asustaron, ¿eh? —le preguntó nuevamente con aspereza— ése que parecía el más viejo del grupo.
—Es que... ¡Suerte encontrarlos a ustedes! ¡Oh! ¡Qué espanto! Encontré una niña junto al canal y ella era... ella me mostró... Ah, no; nunca podré contar lo que ella me mostró... Me congela el alma de sólo recordarlo... Si usted supiera...
Entonces, como si todos los integrantes de aquel grupo se hubieran puesto de acuerdo a una orden no dada, todos se dieron vuelta y miraron a Kenzo, con sus rostros iluminados desde los men­tones con las luces de las linternas. El viejo se reía a carcajadas, estremecedoras como las de aquella niña, mientras le decía:
—¿Era algo como esto lo que ella te mostró?
Las carcajadas de los demás acompañaron la pregunta.
Kenzo vio entonces —aterrorizado— diez o doce caras tan lisas como las de la niña del canal. Durante apenas un instante las vio porque —de inmediato—todas las linternas se apagaron y el coro —como de pajarracos— cesó y el muchacho quedó solo, pri­sionero de la oscuridad y del silencio, hasta que el sol del amanecer lo devolvió a la vida y a su casa.
Los muyins jamás volvieron a recibir su visita.


Textos recopilados del libro ¡Socorro! de Elsa Bornemann

LA DEL ONCE "JOTA


Cuesta creer que una abuela no ame a sus nietos pero existió la viuda de R., mujer perversa, bruja siglo veinte que sólo se alegraba cuando hacía daño. La viuda de R. nunca había querido a ningu­no de los tres hijos de su única hija. Y mucho menos los quiso cuando a los pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir con ella, después del acci­dente que los dejó huérfanos y sin ningún otro pariente en océanos a la redonda.
Durante los años que vivieron con ella, la viuda de R. trató a los chicos como si no lo hubieran sido. ¡Ah... si los había mortificado! Castigos y humillaciones a granel. Sobre todo, a Lilibeth —la más pequeña de los hermanos— acaso porque era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a quien la viuda de R. tampoco había querido —por su­puesto— porque por algo era perversa, ¿no?
Luis y Leandro no lo habían pasado mejor con su abuela pero —al menos— sus caritas los habían salvado de padecer una que otra crueldad: no se parecían a la de Lilibeth y —por lo tanto— a la vieja no se le habían transformado en odiados retratos de carne y huesos.
El caso fue que tanto sufrimiento soportaron los tres hermanos por culpa de la abuela que —no bien crecieron y pudieron trabajar— alquilaron un departamento chiquito y allí se fueron a vivir juntos.

Pasaron algunos años más.
Luis y Leandro se casaron y así fue como Lilibeth se quedó sólita en aquel 11 "J", contrafrente, dos ambientes, teléfono, cocina y baño completos, más balconcito a pulmón de manzana.
Lili era vendedora en una tienda y —a partir del atardecer— estudiaba en una escuela nocturna.
Un viernes a la medianoche —no bien acababa de caer rendida en su cama— se despertó sobresal­tada. Una pesadilla que no lograba recordar, aca­so. Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le aspiraba las fuerzas, el aire, la vida.
Esa sensación le duró alrededor de cinco minu­tos inacabables.
Cuando concluyó, Lilibeth oyó —fugazmente— la voz de la abuela. Y la voz aullaba desde lejos—.
—Liiilibeeeth... Pronto nos veremos... Liiilibeeeth... Liiiiiii... Liiiii... Ag.
La jovencita encendió el velador, la radio y aban­donó el lecho, indudablemente, una ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien, des­pués de esos momentos de angustia.
Y así fue.
Pero a la mañana siguiente— lo que ella había supuesto una pesadilla más comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las voces de Luis y Leandro —a través del teléfono— le anunciaron:
—Esta madrugada falleció la abuela... Nos avisó el encargado de su edificio... sí... te entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro... alguien tie­ne que hacerse cargo de... Quedáte tranquila, ne­na... Después te vamos a ver... Sí... Bien... Besos, querida.
Luis y Leandro visitaron el 11 "J" la noche del domingo. Lilibeth los aguardaba ansiosa.
Si bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de la malvada abuela, una emoción rara —mezcla de pena e inquietud a la par— unía a los hermanos con la misma potencia del amor que se profesaban.
—Si estás de acuerdo, nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender los muebles y las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos que no te vendrían mal algunos artefactos. Esta semana te los vamos a traer. La abuela se había comprado tv-color, licuadora, heladera, lustradora y lavarropas ultra modernos, ¿qué te parece? Lilibeth los escuchaba como aton­tada. Y como atontada recibió —el sábado siguien­te— los cinco aparatos domésticos que habían pertenecido a la viuda de R., que en paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra, Lili acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo podía darse cuenta?... ¿quién hubiera sido capaz de darse cuenta?)

Más de dos meses transcurrieron en los almana­ques hasta que la jovencita se decidió a usar esos artefactos que se promocionaban en múltiples propagandas, tan novedosos y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión que le causaban al recordarle a la desamorada abuela y —finalmente— empezó con la licuadora. Aquella mañana de domingo, tanto Lilibeth como su gato se hartaron de bananas con leche.
A partir de entonces comenzó a usar —también— la lustradora... enchufó la lujosa heladera con freezer... hizo instalar el televisor con control remoto y puso en marcha el enorme lavarropas. Este aparato era verdaderamente enorme: la chica tuvo que acumular varios kilos de ropa sucia para poder utilizarlo. ¿Para qué habría comprado la abuela semejante armatoste, solitaria como habitaba su casa?
A lo largo de algunos días, Lilibeth se fue acos­tumbrando a manejar todos los electrodomésticos heredados, tal como si hubieran sido suyos desde siempre. El que más le atraía el televisor color, claro. Apenas regresaba al departamento —des­pués de su jornada de trabajo y estudio— lo encendía y miraba programas de trasnoche. Habitualmente, se quedaba dormida sin ver los finales. Era entonces el molesto zumbido de las horas sin transmisión el que hacía las veces de despertador a destiempo. En más de una ocasión, Lili se des­pertaba antes del amanecer a causa del "schschsch" que emitía el televisor, encendido al divino botón.
Una de esas veces —cerca de la madrugada de un sábado como otros— la jovencita tanteó el cu­brecama —medio dormida— tratando de ubicar la cajita del control remoto que le permitía apagar la televisión sin tener que levantarse.
Al no encontrarlo, se despabiló a medias. La luz platinosa que proyectaba el aparato más su chi­rriante sonido terminaron por despertarla totalmente. Entonces la vio y un estremecimiento le recorrió el cuerpo: la imagen del rostro de la abuela le sonreía —sin sus dientes— desde la pantalla. Aparecía y desaparecía en una serie de flashes que se apagaron —de pronto tal como el televisor, sin que Lilibeth hubiera —siquiera— rozado el control remoto. A partir de aquel sábado, el espanto se instaló en el 11 "J" como un huésped favorito.
La pobre chica no se animaba a contarle a nadie lo que le estaba ocurriendo.
—¿Me estaré volviendo loca? —se preguntaba, aterrorizada. Le costaba convencerse de que to­dos y cada uno de los sucesos que le tocaba padecer estaban formando parte de su realidad cotidiana.
Para aliviar un poquito su callado pánico, Lilibeth decidió anotar en un cuaderno esos hechos que solamente ella conocía, tal como se habían desarrollado desde un principio.
Y anotó —entonces— entre muchas otras cosas que...
"La lustradora no me obedece; es inútil que intente guiarla sobre los pisos en la dirección que deseo... (...) El aparato pone en acción "sus propios planes", moviéndose hacia donde se le antoja... (...) Antes de ayer, la licuadora se puso en marcha "por su cuenta", mientras que yo colocaba en el vaso unos trozos de zanahoria. Resultado: dos dedos heridos. (...) La heladera me depara horrendas sorpresas (...) Encuentro largos pelos canosos enrollados en los alimentos, aunque lo peor fue abrir el freezer y hallar una dentadura postiza. La arrojé por el incinerador... (...) La des­dentada imagen de la abuela continúa aparecien­do y desapareciendo —de pronto— en la pantalla del televisor durante las funciones de trasnoche... (...) Mi gato Zambri parece percibir todo (...) se desplaza por el departamento casi siempre eriza­do (...) Fija su mirada redondita aquí y allá, como si lograra ver algo que yo no. (...) El único artefacto que funciona normalmente es el lavarropas... (...) Voy a deshacerme de todos los demás malditos aparatos, a venderlos, a regalarlos mañana mismo... (...) Durante esta siesta dominguera, mientras me dispongo a lavar una montaña de ropa..." (AQUÍ CONCLUYEN LAS ANOTACIONES DE LILIBETH. ABRUPTAMENTE, y UN TRAZO DE BOLÍGRA­FO AZUL SALE COMO UNA SERPENTINA DESDE EL FINAL DE ESA "A" HASTA LLEGAR AL EXTREMO INFERIOR DE LA HOJA.)

Tras un día y medio sin noticias de Lili, los hermanos se preocuparon mucho y se dirigieron a su departamento.
Era el mediodía del martes siguiente a esa "sies­ta dominguera".
Apenas arribados, Luis y Leandro se sobresalta­ron: algunas vecinas cuchicheaban en el corredor general, otra golpeaba a la puerta del 11 "J", mientras que el portero pasaba el trapo de piso una y otra vez.
—No sabemos qué está pasando adentro. La señorita no atiende el teléfono, no responde al timbre ni a los gritos de llamado... Desde ayer que...
Agua jabonosa seguía fluyendo por debajo de la puerta hacia el corredor general, como un río casero.
Dieron parte a la policía. Forzaron la puerta, que estaba bien cerrada desde adentro y con su co­rrespondiente traba. Luis y Leandro llamaron a Lili con desesperación. La buscaron con desespera­ción. Y —con desesperación— comprobaron que la muchacha no estaba allí.
El televisor en funcionamiento —pero extraña­mente sin transmisión a pesar de la hora— enervaba con su zumbido.
En la cocina, "la montaña" de ropa sucia junto al lavarropas, en marcha y con la tapa levantada.
Medio enroscado a la paleta del tambor girato­rio y medio colgando hacia afuera, un camisón de Lilibeth; única prenda que encontraron allí, ade­más de una pantufla casi deshecha en el fondo del tambor.
El agua jabonosa seguía derramándose y empa­pando los pisos.

Más tarde, Luis ubicó a Zambri, detrás de un cajón de soda y semioculto por una pila de dia­rios viejos. El animal estaba como petrificado y con la mirada fija en un invisible punto de horror del que nadie logró despegarlo todavía. (Se lo llevó Leandro.)
El gato, único testigo.
Pero los gatos no hablan. Y a la policía, las anotaciones del cuaderno de Lilibeth le parecieron las memorias de una loca que "vaya a saberse cómo se las ingenió para desaparecer sin dejar rastros"... "una loca suelta más"... "La loca del 11 Jota"... como la apodaron sus vecinos, cuando la revista para la que yo trabajo me envió a hacer esta nota.

consignas


Hagan una atenta lectura individual del cuento, y luego una grupal. Luego, respondan a las siguientes consignas:


1- Responda las siguientes preguntas para comprender mejor el texto

¿En qué tiempo y lugar ocurre la historia? ¿Cómo se dio cuenta?
¿Quién es el o los personajes principales? ¿Y los secundarios?
¿Qué tipo de fenómeno inexplicable o fantástico ocurre en la historia?
¿Cuál es el punto de máximo suspenso (clímax) al que llega el cuento?

2- Haga un resumen de 10 a 15 renglones contando lo ocurrido en el cuento.
3-Busque tres ejemplos que indiquen claramente qué tipo de narrador (primera o tercera persona) se ajusta mejor al narrador su cuento.
4-Tome un párrafo del cuento y realice el cambio de narrador. Trate de que el párrafo elegido no sea demasiado breve.
5- Copie una lista de 20 adjetivos y clasifíquelos.
6- En estos cuentos hay elementos realistas y elementos maravillosos. Indique cuáles son estos elementos, teniendo en cuenta las características de cuento realista y cuento maravilloso.
7- Escriba 5 oraciones basándose en los hechos del cuento, y analícelas sintácticamente. Recuerde que estas oraciones deben incluir todos los elementos (modificadores del sujeto, predicado, sujeto tácito, etc.)
8- Modifique el final de la historia. El final inventado no puede tener menos de 10 renglones.
9- En todos estos cuentos hay un personaje irreal o fantástico (fantasmas, robots, zombies, criaturas legendarias). Teniendo en cuenta lo leído, haga una descripción escrita de este personaje que contenga elementos psicológicos y elementos físicos.
10- Realice un dibujo de este personaje fantástico.
11- ¿Alguno de ustedes presenció una experiencia sobrenatural? Si la tuvo, nárrela. Si no la tuvo, invente una. La extensión no puede ser menor a 10 renglones.
12- Busque una pequeña biografía de la autora de estos cuentos: Elsa Bornemann.
13- El punto final de este trabajo es oral: el día de la presentación de los trabajos prácticos, un miembro de cada grupo deberá contar al resto de la clase, brevemente, cómo fue la experiencia de trabajar en grupo, qué punto les costó más realizar, cuáles fueron los puntos que les resultaron más entretenidos, etc.
Los cuentos maravillosos tienen características que se repiten en mayor o menor medida:
* Existe un elemento mágico que le da un poder al protagonista (una capa, un sombrero, bebidas mágicas, etc).
* Las historias no se desarrollan en un tiempo y espacio determinados. Por ejemplo: "Había una vez, en un lejano país..."
* No se respetan las leyes de la naturaleza. Por ejemplo: animales que hablan; hombres invisibles; etc.
* Se exageran las características de las personas (muy buenos, muy malos , muy avaros, muy valientes, muy hermosos, muy feos, etc.). También hay personajes que encarnan a la Muerte, a Dios o al Diablo.
* La apertura y el cierre del cuento son más o menos con las mismas frases: "Había una vez...", "Erase una vez...", "...Y vivieron felices para siempre.", "Colorín colorado...", etc.
* Hay repeticiones de números como cábalas. Por ejemplo: tiene que superar tres pruebas, se piden tres deseos, debe resolver siete enigmas, etc.
* Existen seres maravillosos (brujas, gnomos, hadas, ogros, etc.) que viven e interactúan con los humanos.
* Hay marcados contrastes entre los personajes: bueno/malo, viejo/joven, hombre/monstruo, etc.
* La acción se concentra en el personaje principal que no hace cosas inesperadas sino que actúa siempre de la manera correcta.
* Siempre hay prohibiciones que el héroe debe recordar para lograr su objetivo.




1 Versión libérrima de "Muyina", leyenda japonesa.

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