jueves, 2 de noviembre de 2017

La galera y La muerte, de Manuel Mujica Láinez con TP



https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEghWpPs08eGewPRaP8iwMBlqXK_fMQfTNK4v4hoXf_9nkiu-SvvEw-LEceDmxIN0SgWzg4YLrydF6lPK6ea-GJvWnictHgIzJ-F-98xtRiw2AZ8gduP12lP-8SNMgAjKqBYT2Ulz0FHDtHO/s1600/carruaje.jpgEl cuento fantástico de terror                 La Galera                               Manuel Mujica Láinez
(1803)
¿Cuántos crueles días viajan desde Córdoba, así, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros, arrastrados por ocho mulas dementes? Catalina ha perdido la cuenta.

Los otros viajeros vienen amodorrados por Catalina no logra dormir. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, Administrados principal de Correos, y si es menester irá hasta la propio Virreina del Pino ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!

La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa de una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella.

Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas.

Catalina tantea bajo su capa los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, porque lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán!

¡Su fortuna! Y no son solo esas monedas que se esconden bajo su falta con delicioso balanceo. Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallaran el testamento que destruyo cuidadosamente, nunca sabrán los otro… lo otro… aquellas medinas que ocultó… a aquello que mezclo con la medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…

Catalina Vargas va semidesvanecida. El galope… el polvo… el correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora furiosa ¡Es el colmo ¡ Pero cuando se apresta a increpar al funcionario , advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás de la cortina de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya y como ella se cubre con un capuchón.  ¿Cuándo subió al carruaje? ¿Cómo es posible?

La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas y Catalina reconoce, entre la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Catalina se encoge, transpirada de miedo.

Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. La vieja señorita quisiera gritar pero a perdido la voz. En ese instante, la galera se tuerce y se tumba con gran estrépito. Uno de los ejes se ha roto.

Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto de los pasajeros rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal. Suena el cuerno y uno de los soldados controla junto a la portezuela del carruaje que no falte ninguno de los pasajeros. La señorita se alza, más un peso terrible le impide levantarse ¿Tendrá quebrados los huesos o serán las monedas de oro que pesan como si fueran de mármol?

A pocas pasas, la galera vibra y empieza a galopar como un ciego animal desbocado.

Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda en la soledad de la pampa y de la noche.
RESPONDER:
1 Buscar en el diccionario, instalado en los equipos portátiles, la acepción de la palabra “galera” que se corresponde con la del cuento.
2 Describir brevemente el viaje de Catalina.
3 ¿Por qué, a pesar de las incomodidades, Catalina se sentía feliz?
4 ¿Qué efecto generan las repeticiones, como, por ejemplo, “todo el tiempo, todo el tiempo” y “El galope… el galope… el galope…”?
5 Cortar y pegar en un archivo los pasajes del texto donde se muestre que Catalina sufría de mucho cansancio y su percepción podía estar alterada.
6 ¿Cómo es posible que Catalina se encuentre con su hermana? Dar una explicación natural, lógica, sobre los hechos, y otra sobrenatural, es decir, una explicación en la que lo que se entiende como verosímil es algo que resultaría imposible en la realidad.
7 Imaginar también una respuesta lógica y que acepte lo sobrenatural para las siguientes preguntas:
a) ¿Qué le impide a Catalina volver a subir a la galera?
b) ¿Por qué nadie advierte la ausencia de Catalina en la galera? Dar una explicación natural y otra sobrenatural.

La muerte                       Enrique Anderson Imbert
La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
-¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha.
-Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
-Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
-No, no tengo miedo.
-¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
-No tengo miedo.
-¿Y si te matan?
-No tengo miedo.
-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
Al finalizar, realizar las siguientes actividades:
1)       Comparar las descripciones que se hacen de la muchacha y de la automovilista.
2)       ¿Por qué es un cuento de terror? ¿Cómo debería ser para no serlo?
3) ¿En qué se parece el mundo de los personajes al mundo en el que vivimos nosotros?, ¿y en qué se diferencia?
4) ¿Es sorpresivo el final?, ¿por qué? ¿Hay anticipaciones?, ¿cuáles?
5) Teniendo en cuenta el final, comentar las siguientes frases de la muchacha: “Podría hacerte daño”. “Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e”.

Manos y La del once "J"; de Elsa Bornemann. Con práctico al final




MANOS. Cuento del libro "Socorro" de Elsa Bornemann 


Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia "de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano.
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —años después— a mis propios "sobrinhijos" así como —ahora— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"!
Y bien. Aquí va:

Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.
No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.
¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap"1. Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano.
Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).
En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.
En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
El viento, volcándose como pocas veces antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y de cal¬marse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastan¬te, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.
Sólo encontró las manos de sus amigas, hacien¬do lo propio.
—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad hacien¬do travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una heramana mayor.
—Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
—¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina— só¬lo con una mano...
Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, des¬pués de la noche de nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
—Estirarnos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron —estiran¬do los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos!
Manos.
Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.

(Acaso ——a veces, de tanto en tanto— los fantas¬mas también tengan miedo... y nos necesiten...)

LA DEL ONCE "JOTA del libro ¡Socorro! de Elsa Bornemann

Cuesta creer que una abuela no ame a sus nietos pero existió la viuda de R., mujer perversa, bruja siglo veinte que sólo se alegraba cuando hacía daño. La viuda de R. nunca había querido a ningu­no de los tres hijos de su única hija. Y mucho menos los quiso cuando a los pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir con ella, después del acci­dente que los dejó huérfanos y sin ningún otro pariente en océanos a la redonda.
Durante los años que vivieron con ella, la viuda de R. trató a los chicos como si no lo hubieran sido. ¡Ah... si los había mortificado! Castigos y humillaciones a granel. Sobre todo, a Lilibeth —la más pequeña de los hermanos— acaso porque era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a quien la viuda de R. tampoco había querido —por su­puesto— porque por algo era perversa, ¿no?
Luis y Leandro no lo habían pasado mejor con su abuela pero —al menos— sus caritas los habían salvado de padecer una que otra crueldad: no se parecían a la de Lilibeth y —por lo tanto— a la vieja no se le habían transformado en odiados retratos de carne y huesos.
El caso fue que tanto sufrimiento soportaron los tres hermanos por culpa de la abuela que —no bien crecieron y pudieron trabajar— alquilaron un departamento chiquito y allí se fueron a vivir juntos.

Pasaron algunos años más.
Luis y Leandro se casaron y así fue como Lilibeth se quedó sólita en aquel 11 "J", contrafrente, dos ambientes, teléfono, cocina y baño completos, más balconcito a pulmón de manzana.
Lili era vendedora en una tienda y —a partir del atardecer— estudiaba en una escuela nocturna.
Un viernes a la medianoche —no bien acababa de caer rendida en su cama— se despertó sobresal­tada. Una pesadilla que no lograba recordar, aca­so. Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le aspiraba las fuerzas, el aire, la vida.
Esa sensación le duró alrededor de cinco minu­tos inacabables.
Cuando concluyó, Lilibeth oyó —fugazmente— la voz de la abuela. Y la voz aullaba desde lejos—.
—Liiilibeeeth... Pronto nos veremos... Liiilibeeeth... Liiiiiii... Liiiii... Ag.
La jovencita encendió el velador, la radio y aban­donó el lecho, indudablemente, una ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien, des­pués de esos momentos de angustia.
Y así fue.
Pero a la mañana siguiente— lo que ella había supuesto una pesadilla más comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las voces de Luis y Leandro —a través del teléfono— le anunciaron:
—Esta madrugada falleció la abuela... Nos avisó el encargado de su edificio... sí... te entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro... alguien tie­ne que hacerse cargo de... Quedáte tranquila, ne­na... Después te vamos a ver... Sí... Bien... Besos, querida.
Luis y Leandro visitaron el 11 "J" la noche del domingo. Lilibeth los aguardaba ansiosa.
Si bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de la malvada abuela, una emoción rara —mezcla de pena e inquietud a la par— unía a los hermanos con la misma potencia del amor que se profesaban.
—Si estás de acuerdo, nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender los muebles y las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos que no te vendrían mal algunos artefactos. Esta semana te los vamos a traer. La abuela se había comprado tv-color, licuadora, heladera, lustradora y lavarropas ultra modernos, ¿qué te parece? Lilibeth los escuchaba como aton­tada. Y como atontada recibió —el sábado siguien­te— los cinco aparatos domésticos que habían pertenecido a la viuda de R., que en paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra, Lili acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo podía darse cuenta?... ¿quién hubiera sido capaz de darse cuenta?)
Más de dos meses transcurrieron en los almana­ques hasta que la jovencita se decidió a usar esos artefactos que se promocionaban en múltiples propagandas, tan novedosos y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión que le causaban al recordarle a la desamorada abuela y —finalmente— empezó con la licuadora. Aquella mañana de domingo, tanto Lilibeth como su gato se hartaron de bananas con leche.
A partir de entonces comenzó a usar —también— la lustradora... enchufó la lujosa heladera con freezer... hizo instalar el televisor con control remoto y puso en marcha el enorme lavarropas. Este aparato era verdaderamente enorme: la chica tuvo que acumular varios kilos de ropa sucia para poder utilizarlo. ¿Para qué habría comprado la abuela semejante armatoste, solitaria como habitaba su casa?
A lo largo de algunos días, Lilibeth se fue acos­tumbrando a manejar todos los electrodomésticos heredados, tal como si hubieran sido suyos desde siempre. El que más le atraía el televisor color, claro. Apenas regresaba al departamento —des­pués de su jornada de trabajo y estudio— lo encendía y miraba programas de trasnoche. Habitualmente, se quedaba dormida sin ver los finales. Era entonces el molesto zumbido de las horas sin transmisión el que hacía las veces de despertador a destiempo. En más de una ocasión, Lili se des­pertaba antes del amanecer a causa del "schschsch" que emitía el televisor, encendido al divino botón.
Una de esas veces —cerca de la madrugada de un sábado como otros— la jovencita tanteó el cu­brecama —medio dormida— tratando de ubicar la cajita del control remoto que le permitía apagar la televisión sin tener que levantarse.
Al no encontrarlo, se despabiló a medias. La luz platinosa que proyectaba el aparato más su chi­rriante sonido terminaron por despertarla totalmente. Entonces la vio y un estremecimiento le recorrió el cuerpo: la imagen del rostro de la abuela le sonreía —sin sus dientes— desde la pantalla. Aparecía y desaparecía en una serie de flashes que se apagaron —de pronto tal como el televisor, sin que Lilibeth hubiera —siquiera— rozado el control remoto. A partir de aquel sábado, el espanto se instaló en el 11 "J" como un huésped favorito.
La pobre chica no se animaba a contarle a nadie lo que le estaba ocurriendo.
—¿Me estaré volviendo loca? —se preguntaba, aterrorizada. Le costaba convencerse de que to­dos y cada uno de los sucesos que le tocaba padecer estaban formando parte de su realidad cotidiana.
Para aliviar un poquito su callado pánico, Lilibeth decidió anotar en un cuaderno esos hechos que solamente ella conocía, tal como se habían desarrollado desde un principio.
Y anotó —entonces— entre muchas otras cosas que...
"La lustradora no me obedece; es inútil que intente guiarla sobre los pisos en la dirección que deseo... (...) El aparato pone en acción "sus propios planes", moviéndose hacia donde se le antoja... (...) Antes de ayer, la licuadora se puso en marcha "por su cuenta", mientras que yo colocaba en el vaso unos trozos de zanahoria. Resultado: dos dedos heridos. (...) La heladera me depara horrendas sorpresas (...) Encuentro largos pelos canosos enrollados en los alimentos, aunque lo peor fue abrir el freezer y hallar una dentadura postiza. La arrojé por el incinerador... (...) La des­dentada imagen de la abuela continúa aparecien­do y desapareciendo —de pronto— en la pantalla del televisor durante las funciones de trasnoche... (...) Mi gato Zambri parece percibir todo (...) se desplaza por el departamento casi siempre eriza­do (...) Fija su mirada redondita aquí y allá, como si lograra ver algo que yo no. (...) El único artefacto que funciona normalmente es el lavarropas... (...) Voy a deshacerme de todos los demás malditos aparatos, a venderlos, a regalarlos mañana mismo... (...) Durante esta siesta dominguera, mientras me dispongo a lavar una montaña de ropa..." (AQUÍ CONCLUYEN LAS ANOTACIONES DE LILIBETH. ABRUPTAMENTE, y UN TRAZO DE BOLÍGRA­FO AZUL SALE COMO UNA SERPENTINA DESDE EL FINAL DE ESA "A" HASTA LLEGAR AL EXTREMO INFERIOR DE LA HOJA.)

Tras un día y medio sin noticias de Lili, los hermanos se preocuparon mucho y se dirigieron a su departamento.
Era el mediodía del martes siguiente a esa "sies­ta dominguera".
Apenas arribados, Luis y Leandro se sobresalta­ron: algunas vecinas cuchicheaban en el corredor general, otra golpeaba a la puerta del 11 "J", mientras que el portero pasaba el trapo de piso una y otra vez.
—No sabemos qué está pasando adentro. La señorita no atiende el teléfono, no responde al timbre ni a los gritos de llamado... Desde ayer que...
Agua jabonosa seguía fluyendo por debajo de la puerta hacia el corredor general, como un río casero.
Dieron parte a la policía. Forzaron la puerta, que estaba bien cerrada desde adentro y con su co­rrespondiente traba. Luis y Leandro llamaron a Lili con desesperación. La buscaron con desespera­ción. Y —con desesperación— comprobaron que la muchacha no estaba allí.
El televisor en funcionamiento —pero extraña­mente sin transmisión a pesar de la hora— enervaba con su zumbido.
En la cocina, "la montaña" de ropa sucia junto al lavarropas, en marcha y con la tapa levantada.
Medio enroscado a la paleta del tambor girato­rio y medio colgando hacia afuera, un camisón de Lilibeth; única prenda que encontraron allí, ade­más de una pantufla casi deshecha en el fondo del tambor.
El agua jabonosa seguía derramándose y empa­pando los pisos.

Más tarde, Luis ubicó a Zambri, detrás de un cajón de soda y semioculto por una pila de dia­rios viejos. El animal estaba como petrificado y con la mirada fija en un invisible punto de horror del que nadie logró despegarlo todavía. (Se lo llevó Leandro.)
El gato, único testigo.
Pero los gatos no hablan. Y a la policía, las anotaciones del cuaderno de Lilibeth le parecieron las memorias de una loca que "vaya a saberse cómo se las ingenió para desaparecer sin dejar rastros"... "una loca suelta más"... "La loca del 11 Jota"... como la apodaron sus vecinos, cuando la revista para la que yo trabajo me envió a hacer esta nota.
RESPONDE SOBRE LOS CUENTOS ANTERIORES:
Para Manos:
1-      ¿Por qué las chicas deben pasar la noche en ese lugar?
2-      ¿Qué cosas les provocan miedo y qué medidas toman para no tenerlo?
3-      ¿Qué características encuentras en el final que pueden sorprenderte? ¿Qué tipo de final es?
4-      Escribe otro final mejor.
Para La del once J:
1-      Escribe en la carpeta el verdadero o falso de las frases siguientes:
a)   Luis y Leandro se casaron y la hermana Lilibeth se quedó sola  b)   La más pequeña de los hermanos fue la que más sufrió  c)   Ninguno de los tres hermanos sintió la muerte de la abuela  d)   Una noche, Lilibeth vio la imagen de la abuela muerta. Una imagen sin dientes de su cara apareció en el televisor  e)   Lilibeth encuentra una dentadura postiza en la congeladora  f)   La historia la escribe alguien que trabaja en una revista  g)   El único testigo de las cosas que pasaron fue el gato.
2-      Describe los personajes del cuento y sus características (los que los tengan). ¿Qué relación tenían los chicos con la abuela del cuento?
3-      ¿Por qué causa empiezan los eventos extraños para Lilibeth? ¿Qué cosas le provocan terror a la chica? ¿Por qué puede ser?
4-      Lilibeth tiene un sueño premonitorio: ¿Qué es una premonición? ¿Tuviste alguna que cuentes?
5-      ¿Podemos predecir el final del cuento? ¿A partir de qué frases, pistas, te parece? Cítalas o coméntalas.
6-      ¿Cómo se logra conocer lo que le sucedió a Lilibeth en el cuento?
7-      ¿por qué se llama así el cuento? ¿Quién o quiénes parecen anunciar la frase?
8-      Escribe una historia con fantasma/s al estilo de Elsa Bonermann.